El caracol puede sobrevivir más que cualquier otro ser sin necesidad de tener que alimentarse. El escritor Peter Mayle se hizo eco de la historia de un tal monsieur Locard, que en una ocasión decidió reservar escondidos en su ropero los caracoles que él y sus amigos no pudieron comer durante un banquete. Pasó el tiempo y se olvidó de ellos. Dieciocho meses más tarde dio con los caparazones y cuando cualquiera podría pensar que estarían muertos debido a la inanición, los metió en un cubo de agua y, para su asombro, revivieron.

Es frecuente la dieta en los caracoles, sin embargo no me sorprende el apetito reverencial que despiertan. Sobremanera, el grande y suculento Helix Pomatia, más conocido por los franceses como el caracol de viña. Los gros blancs o escargots de Borgoña son dueños y señores de la fragancia de la tierra y de una carne más tierna y fina que la del solomillo de ternera, poseedores, además, de todos los aromas del sarmiento y del tomillo. Últimamente leí cómo los caracoles, la mantequilla, el perejil y el ajo hicieron a Jay Rainer, disparatado y famoso crítico gastronómico de «The Guardian», interesarse desde pequeño por la comida. Tratándose de lo que se trata, una curiosidad insólita si se tiene en cuenta lo que un niño está dispuesto habitualmente a comer y a dejar a un lado.

Los detractores del caracol se quejan de sus babillas, de su textura, de la supuesta suciedad, del humeur vagabonde de su vida silvestre. En esto hay que tener algo de precaución, y no sólo por aspectos relacionados con la higiene. Los caracoles libres siguen a veces una dieta que podría matar a a una persona. Les gustan la belladona, los hongos venenosos y hasta la cicuta, y pueden llegar a comer este tipo de ensaladas letales en cantidades alarmantes en sólo veinticuatro horas. Un modo de remediarlo está en una adecuada toilette.

Para sanear los caracoles que campan en libertad, es necesario ponerlos a dieta por lo menos veinte días. Luego, hay que lavarlos en agua tibia antes de cocerlos o asarlos. Ahora bien, este tipo de precauciones sobra si se tiene en cuenta que la mayor parte de los caracoles que consumimos son de cultivo. Finalmente, si uno prefiere evitar tomarse todas estas molestias, existen caracoles envasados en el caldo de su propia cocción, de buena calidad. Sólo hay que ser precavidos y utilizarlos adecuadamente para que la carne no se reseque durante la cocción o el guiso. No son lo mismo que los vagabundos, pero...

En la brasa o a la plancha, con relleno de mantequilla, chalota cortada fina y perejil, los caracoles están riquísimos. Pero también secos, sobre un simple lecho de tomillo y con una pizca de sal gruesa, como es costumbre comerlos en Cataluña. Guisados con conejo, con tomate fresco son también un plato delicadísimo. E incluso cocinados con una salsa roja, ajo y un toque de pimienta resultan igualmente buenos. En todos estos casos, donde el caracol se sirve dentro de su caparazón, resulta mejor utilizar las tenacillas, para no quemarse ni mancharse los dedos, y un pinchito para extraer la carne.

En la región del Loira y en la Provenza los he comido levemente aderezados con mantequilla y con el perfume anisado del pastis, servidos desnudos, en los platos apropiados con las correspondientes oquedades individuales. Circulan por las mesas de Francia caracoles hervidos con media botella de Chablis, hierbas aromáticas y un fumé de verduras, y otros cocinados a la alsaciana de sencilla preparación y estupendos resultados. Los caracoles se cuecen a fuego lento durante tres horas en un caldo, después de llevar a ebullición un litro de vino blanco, una zanahoria, dos cebollas cortadas a rodajas, dos escalonias, un manojo de hierbas aromáticas, sal y pimienta. Acto seguido, se dejan enfriar y se sacan de sus conchas. Éstas se secan en el horno y se rellenan de una mantequilla que se prepara con la escalonia picada, perejil, sal fina y pimienta negra. En la mezcla se agrega la carne de un caracol por concha. Se ponen al horno hacia arriba hasta que la mantequilla espume. Lo ideal es acompañar estos caracoles de un blanco, a ser posible Riesling o Gewürtztraminer. En el norte de Italia los preparan sobre un lecho de polenta, le lumache sulla polenta.

Una de las cuestiones que suelo plantearme cada vez que me acuerdo de estos moluscos es en qué momento es mejor comerlos. El caracol, además de universal, no tiene una temporada establecida en el calendario gastronómico: en algunos lugares lo acostumbrado es el otoño; en otros, cuando llega la primavera, y en Francia, a todas horas.

Martigny-les-Bains es una localidad termal de los Vosgos que casi se sale del mapa francés, al estar situada en el punto más al Noreste. En mayo, en el comienzo de la temporada del apareamiento, se celebrará allí, como cada año, la feria del caracol, que reúne a criadores y aficionados de todo el país. El acontecimiento despierta verdadera pasión. Esos días se consumen bandejas humeantes de gros blancs y, también, de sus pequeños parientes, los petit gris.

Como se trata de una feria popular, los caracoles se comen debajo de carpas, en bares y restaurantes de todas las maneras posibles y en platos de aluminio, humildes, sin las tenacillas de los establecimientos de mayor lujo, rebosantes de mantequilla, perejil y ajo. Los paisanos los envuelven en las servilletas de papel o en rebanadas de pan, para no quemarse ni pringarse con la grasa, y les asestan un hábil giro de palillo de manera que salen enteros de los caparazones directamente a la boca. No es fácil evitar salpicarse de mantequilla entre los deshabituados, pero también he sido testigo de contratiempos al utilizar las tenacillas, que tienen el inconveniente de que cuando no están bien calibradas por el uso y el muelle falla el caracol puede salir disparado en cualquier dirección. Lo más cómodo es que le sirvan a uno los caracoles en los platos idóneos, cada uno en su casilla, bien extraídos o en el propio caparazón fundidos en la mantequilla de perejil.

Mayo es, también, la época del año en que los sevillanos acostumbran a comer los caracoles, de tapa. Recuerdo los de Casa Diego, en el barrio de Triana, donde llevan casi medio siglo sirviéndolos con guindilla, comino y cilantro. En los días más intensos, «gastan», como ellos mismos dicen, unos treinta kilos para dar de comer a los parroquianos, que intentan hacerse un sitio en una barra repleta de cervezas y vinos finos jerezanos. Inicialmente, los caracoles se servían en esta taberna, como en otras de la capital hispalense, para acompañar las cañitas, al igual que los altramuces, pero finalmente se convirtieron en una de las especialidades de la casa. Igual sucede en Lisboa, donde altramuces y caracoles se sirven de aperitivo en algunas tascas.

Los caracoles, que se reproducen con celeridad y profusión, fueron estudiados por Mendel, el científico austriaco que formuló las leyes de la herencia biológica. De manera que comer un caracol es comer algo sobre lo que se ha meditado convenientemente. No hay que darle más vueltas a su aspecto, siempre habrá alguien que les hincó el diente antes que nosotros. Un tipo que, según escribió una vez Julio Camba, del que se cumple este año el cincuentenario de su muerte, debía de estar muy hambriento, pero cuyo apetito se ha ido generalizando.