Ilustres descendientes de los antiguos pobladores de las brañas del occidente asturiano llevan con orgullo su condición de herederos «de un pueblo perseguido»

Hay un hilo invisible que conecta a una escritora de éxito con un decorador cinematográfico ganador de dos «Oscar» y cuatro «Goya», a un tenista que ha levantado tres veces la «Ensaladera» de la Copa Davis con una actriz y cantante argentina muy festejada en los años setenta. Es el mismo vínculo que enlaza a una investigadora del cáncer, valdesana de 35 años, con un pintor, madrileño de 84, ella bióloga especialista en oncología molecular, él un referente de la abstracción informalista con obra colgada en el Museo Reina Sofía y en el Moma o el Guggenheim de Nueva York. El hilo que los ata no se ve porque engancha por debajo las raíces de sus árboles genealógicos. Están unidos por la raíz, a través de una cadena que viene a dar a Asturias, que difumina algunas de sus diferencias aplicando el barniz de una sincronía esencial: todos tienen antecedentes entre los vaqueiros de alzada. Establecido el denominador común, el acertijo se resuelve así: la escritora es Rosa Montero; el director artístico, Gil Parrondo; el deportista, Fernando Verdasco; la actriz, Marilina Ross; la científica, María Berdasco, y el artista, Luis Feito. En esta lista incompleta casi no hay asturianos de nacimiento, pero los apellidos y la filiación encubren un vínculo. En esta serie de perfiles heterogéneos de personalidades sobresalientes el elemento constante es una genealogía con al menos un antepasado vaqueiro de hasta tercera generación. Padres, abuelos o bisabuelos formaron parte en todos los casos de la colectividad humana trashumante y despreciada por sus costumbres diferentes, vaqueiros por su dedicación a la cría de ganado vacuno y de alzada por su vida seminómada, sin asiento fijo.

Cuando a este lado del siglo XXI se pregunta a algunos de los que han llegado hasta aquí cargando con la herencia vaqueira, la mayoría se van a decir orgullosos, señal de que algo ha cambiado desde que el antropólogo Adolfo García hizo su colosal tesis doctoral sobre el pueblo vaqueiro. En aquellos años setenta del siglo pasado, relata, «todo el mundo procuraba esconder sus orígenes vaqueiros».

Ahora no. Ahora se ve más la íntima satisfacción de ser diferente que de algún modo también ha encajado siempre en el fondo de la peculiar personalidad vaqueira. «Estoy muy orgullosa de ser descendiente de un pueblo perseguido» es la primera frase de la escritora Rosa Montero a la sola mención de su vínculo familiar con la cultura vaqueira. Ella nació en Madrid, y su madre también, pero el rastro de su segundo apellido, Gayo, «vaqueiro puro», conduce directamente a Brañas de Arriba, un pueblo agarrado a una ladera bajo la carretera AS-231, a 1.360 metros de altitud y casi en el alto de Leitariegos. Hoy un grupo de casas blancas con tejados de pizarra, en su tiempo antigua capital del municipio de Leitariegos, el último concejo asturiano que dejó de ser independiente para incorporarse a Cangas del Narcea. Constantino Gayo, el abuelo, «el padre de mi madre», salió de allí a los 11 años «con el traje de pana. Le dieron un duro y se fue a Madrid en una carreta de las que utilizaban para salir a vender».

En Madrid los relatos de segunda mano que contaba la madre sobre aquel «lugar mítico» de la montaña fronteriza entre Asturias y León ejercía tanta fascinación que la escritora madrileña no sólo sucumbió a la tentación de acudir a visitarlo. También, reconoce ahora, «he leído los estudios etnográficos de Julio Caro Baroja, he estado en el museo vaqueiro de Naraval, en Tineo, y he ido a la iglesia de San Martín de Luiña», en Cudillero, a traspasar la línea divisoria que se conserva en el suelo de su nave central con la leyenda que da testimonio de la discriminación de otra época: «No pasar de aquí a oír misa los baqueros».

Aquella persecución y su halo de pueblo maldito han llegado hasta hoy envueltos en un regocijo que se justifica más en la conciencia de la propia supervivencia que en un afán de desquite perdido en el tiempo. En la autoafirmación que ya se veía tras la copla clásica: «Os vaqueiros son vaqueiros / etchos mismos lo xuraron; / y vale más un vaqueiro / que veinticinco aldeanos». A lo largo del tiempo, esa huella del orgullo de braña ha dejado marca y resulta relativamente fácil de rastrear. Eso sostiene Gonzalo Gayo, presidente de la Asociación Cultural Vaqueiros de Alzada, recitando apellidos inequívocamente vaqueiros. Está el suyo y Parrondo, y Feito y Cano y Gancedo, Garrido, Acero, Antón, Ardura, Arnaldo, Barrero, Berdasco con b y con v... Hasta Príncipe, «que sólo conozco a uno». Y él es un ejemplo de seguimiento de la pista vaqueira, de la suya propia, hacia atrás en el árbol genealógico hasta desembocar en 1640. El apellido, explica Gayo, funciona aquí como elemento identificador de un pueblo «perseguido y en constante movimiento». Sirve, precisamente, para no perder las raíces y se sirve de fórmulas lingüísticas derivadas de lo que tenían más cerca, de la naturaleza. Parrondo, por ejemplo, «es etimológicamente el que sube a la parra, o al monte». Desde un punto de vista científico, sin embargo, Adolfo García aclarará que los apellidos de raíz vaqueira «empiezan a fijarse a partir del siglo XVIII y la teoría no es muy de fiar en todos los supuestos. Hay, sí, cierta preeminencia de apellidos que coinciden con vaqueiros de alzada, pero también otros casos en los que llevan apellido vaqueiro y no lo son».

Los que los han traído hasta el presente ya no ocultan la satisfacción de pertenecer a «ese grupo de asturianos llenos de lejanías y misterios» que hace tiempo definió así el director artístico Gil Parrondo. Cuando da su filiación, dice que él nació en Luarca y su padre, Manuel Parrondo Iglesias, en Madrid, pero aclarando de inmediato que el progenitor era inequívocamente vaqueiro y oriundo, como los bisabuelos, «de Argumoso, una braña valdesana situada en los montes cercanos a Canero y a la playa de Cueva».

Tampoco a él los años de residencia en Madrid le han quitado un ápice de dignidad vaqueira. A miles de kilómetros de la casa solariega de Llendelabarca, en Trevías, donde pasó el decorador valdesano parte de su infancia, una actriz y cantante argentina, nacida bonaerense en el barrio porteño de Liniers, comparte apellido y ascendencia con el director artístico y expuso algo similar sobre sus orígenes, pero ella cantando. Marilina Ross (Buenos Aires, 1939) se llama en realidad María Celina Parrondo y se hizo célebre a los dos lados del Atlántico como protagonista, entre otras muchas, de la película «La Raulito» (1975), la historia de una niña de la calle, hincha de Boca Juniors, que sobrevive haciéndose pasar por varón. Ross, vaqueira de cuna con ancestros en el concejo de Navia, cantó sus orígenes en la letra de una de sus canciones. Se titulaba «Como mis padres» y la primera estrofa decía «Quiero contarles que mi padre un día / dejó su Asturias y su Navia tan querida / sus ancestros de vaqueiro / y mitad de una poesía». El padre era Enrique Parrondo y «por mi acento», dijo al presentarse a un periodista que le entrevistaba en Argentina, «se dará cuenta de que soy español. Bueno, vaqueiro». Una colectividad, explicaba él mismo a continuación, que se define porque «trabajábamos con el ganado, pero siempre nos echaban de todos lados porque no pertenecíamos a ningún sitio. Mire usted que no teníamos derecho ni a morir en el camposanto...».

La canción que su hija regaló a Enrique Parrondo emergió del dolor de la pérdida de la tierra que sintió Marilina al sufrir lo mismo que su progenitor, cuando a finales de la década de los setenta el dedo acusador de la dictadura argentina le prohibió trabajar en su país y la obligó a marcharse. Desandando el camino que muchos años antes había emprendido su padre, se instaló en España de 1976 a 1980. La peripecia de la familia, nada extravagante entre los vaqueiros, vuelve a contar de otro modo la historia de migración permanente de un grupo humano que evolucionó en constante movimiento. «Una de sus actividades más importantes», explica Adolfo García, «era el comercio con la Meseta; otras importantísimas lo que llamaban trajinería y el transporte de mercancías, vino y pan sobre todo, y de viajeros hasta Madrid, a mula entera o a media mula, todo el trayecto a la grupa si tenías billete de primera y la mitad andando» si era de clase turista. «Siempre se buscaron la vida como pudieron», apostilla Gonzalo Gayo.

Tampoco extraña, pues, que un pueblo seminómada haya expandido su estirpe hasta hoy. Nada raro, por lo demás: «El vaqueiro emigró mucho a las grandes ciudades y a América, pero como el resto de asturianos», enlaza el antropólogo. «Si nos ponemos a buscar, también surgen apellidos asturianos por todo el mundo. A la hora de emigrar, eso sí, ellos se dedicaron preferentemente a actividades que tenían algo que ver con su forma de vida: a la casquería, carbonerías, asuntos relacionados con el transporte o el comercio, porque desde los orígenes mismos fueron negociantes. Por eso se les atribuyeron raíces judías y moras».

En el Madrid de 1870, para dar fe de la vocación viajera y la inclinación al negocio, los ancestros vaqueiros emigrantes del tenista Fernando Verdasco, que llegó a ser el séptimo en el ranking de la ATP y levantó tres veces la Copa Davis, montaron un bar. Él es madrileño de la cosecha de 1983, pero sus bisabuelos habían nacido en Pena, una braña de Valdés cerca del límite con Tineo, y al llegar a la capital fundaron la Taberna La Bola, que hoy sigue en manos de la familia en el Madrid castizo, junto a la plaza de Oriente, especializada en cocido madrileño, pero muchas veces con chorizos traídos desde la tierra de los antepasados.

A la vista del éxito, va a resultar que el vaqueiro ha virado y ha dejado con el tiempo de ser un pueblo maldito. Aunque a algunos de los descendientes ilustres de aquellos arrieros de la montaña asturiana la etiqueta les haya servido para justificar algún giro de su trayectoria. Le pasó al pintor Luis Feito (Madrid, 1929), que tiene uno de los carnés de identidad más vaqueiros de todos los posibles -«mi padre se llamaba Emilio Feito Parrondo, y no hay apellidos más vaqueiros que esos»-, y que una vez contó en este periódico una conversación con un amigo «que me dijo: eres un pintor maldito». «Claro, es que soy vaqueiro», respondió él. El artista, uno de los fundadores del grupo El Paso, es otro de los que proclaman con asiduidad su orgullo de descendencia. «A los 5 años mi padre ya estaba cargando haces de hierba más grandes que él en las montañas, en la braña de mis abuelos, al lado de Luarca».

El gen vaqueiro ha prendido en muchos más ilustres descendientes del pueblo aguerrido que pobló el occidente asturiano. María Berdasco, oturense enraizada en Argumoso, investiga otra genética, la del cáncer, en Barcelona. Víctor Garrido, fotógrafo luarqués, ha decidido inventariar con su cámara el modo de vida del colectivo y encabeza la justificación de su proyecto, además de con la necesidad de retener las costumbres en retroceso de un modo de vida muy afectado por el deterioro de todo lo rural, con una frase que podría resumir muchas cosas: «Desde pequeño he utilizado la palabra vaqueiro de manera despectiva, hace poco descubrí que mi apellido es vaqueiro...».

De todo lo que han cambiado en la consideración social aquellos vaqueiros y sus descendientes da fe la reflexión de Adolfo García, resultado de sus estudios sobre la cultura de las brañas. Tradicionalmente, explica el etnógrafo, «trataban de evitar que entre ellos surgiesen personajes sobresalientes, porque eso podía romper la unidad interna y así un grupo pequeño y marginado como éste tiene difícil la supervivencia».

Luis Feito López

(Madrid, 1929), pintor.

Su padre, valdesano, se llamaba Emilio Feito Parrondo. «No hay apellidos más vaqueiros».

Gil Parrondo Rico

(Luarca, 1921), director artístico.

Su familia paterna es oriunda de Argumoso (Valdés).

Fernando Verdasco Carmona (Madrid, 1983), tenista.

Sus bisabuelos paternos nacieron en Pena (Valdés) y emigraron a Madrid en 1870.

Rosa Montero Gayo (Madrid, 1951), periodista y escritora.

Su abuelo materno, Constantino Gayo, se marchó a los 11 años de Brañas de Arriba (Cangas del Narcea).

María Celina Parrondo, Marilina Ross (Buenos Aires, 1943), actriz y cantante.

Su padre, Enrique Parrondo, emigró a Argentina desde el concejo de Navia.