enviado especial de

LA NUEVA ESPAÑA

José Antonio Nespral Tirador, presidente del Centro Asturiano de Buenos Aires, señala un punto imaginario en el marmóreo suelo del hall del edificio de la «colectividad» asturiana en la capital argentina. El picudo centro de una gran lámpara ortogonal marca desde el techo el lugar exacto.

-Mirá. Cuando se construyó todo, justo debajo de esta araña, enterraron un tesoro. Pero sólo podíamos desenterrarlo cuando pasaran cien años.

-Entonces ya les queda poco...

-El Centro Asturiano acaba de cumplir 95 años desde su fundación, pero el edificio se inauguró el 7 de septiembre de 1929. Y entonces Pachín de Melás escribió: «Los asturianos de Güenos Aires ya tienen ñeru».

Lo del tesoro, nada, aire. No es más que una broma amable para echar a andar la conversación. Nespral aclara que, a lo sumo, bajo las losas habrá una caja con algunos periódicos de la época y monedas. Nada cuyo valor haya podido resistir la ya legendaria inflación argentina. Nespral arribó al Río de la Plata desde Coya (Piloña). Era 1947, venía a bordo del vapor «Monte Albertia», de la Naviera Aznar. Pasaron sesenta años y no ha perdido esa socarronería que dicen tan asturiana. Hoy se le ve contento, va encorbatado, elegante terno azul, peinado antiguo, bigote Clark Gable. Esta noche anda de celebración: en el Centro Asturiano de Buenos Aires entregan las medallas a los socios que cumplen 25 y 50 años en la institución. Ellos son el auténtico tesoro. Y se puede desenterrar ya mismo, sin esperar un siglo más.

Alicia Boto acaba de recibir de su marido Roberto Vives la medalla que reconoce sus cincuenta años como socia. A ratos se manosea un colgante, se lleva la mano al pecho. Parece toquetearse la emoción. Es hija de asturiano de Luarca y asturiana de Lena.

-A mí con Asturias se me llena el alma.

-¿Fue?

-Nunca.

-¿Cómo se la imagina?

-¿Conocés Bariloche (una ciudad turística), acá en Argentina? Pues un Bariloche, ¿viste?, todo verde, verde. Un Bariloche en grande. O pequeño, no sé. Pero lindo, muy lindo.

El pincheo que sigue a la entrega de las medallas es el momento de dejarse caer por la cuesta de los años abajo. Algunos llegan a su más tierna infancia. Rodolfo Vázquez, de profesión «contador público» (administrador de empresas) y fanático de los «Beatles» -tiene un bar llamado The Cavern y una monumental colección de recuerdos- saca de un bolso de la camisa un pequeño carné. Allí aparece retratado con un año de edad, recién hecho socio del Centro Asturiano. El niño está perplejo ante el objetivo que lo socializa por vez primera; al hombre se le ve feliz: acaba de recibir la distinción por sus cincuenta años anotado en «la colectividad». Argentino de nacimiento y fanático del River, el papá de Rodolfo fue concebido en el barco de camino a la emigración, pero el embarazo oceánico no impidió que mantuvieran una intensa conexión sentimental con la tierra natal. «Es muy importante no perder las raíces. Ahora estoy intentando conseguir para mis hijas la nacionalidad española, son nietas de gallego por parte de su madre».

Rodolfo Vázquez echa un vistazo al hermoso salón de actos donde tuvo lugar la entrega de las medallas y vuelve, anudado a la memoria, a sus bailes de juventud.

-¿Ve aquel piso de arriba? Las madres se colocaban en las barandillas a controlarnos. Recuerdo a mi suegra. No había manera de pasarse de la raya.

Como la monumental lámpara de 1.180 kilos de hierro, fabricada en Trubia, que preside el salón, Rodolfo también es, de alguna manera, pieza clave en la historia íntima de la comunidad asturiana en Buenos Aires. Su abuelo Arcadio Vázquez regentaba el bar del Centro Juventud Asturiana de Siero y Noreña. Era el «bufetero» y no hubo emigrante que, recién bajado el barco, no tuviera listo un plato de comida caliente en lo de Arcadio. Tuviera plata o no.

Cada corrillo de galardonados es un hervidero de recuerdos, de reafirmación de la asturianía que los une. La presencia en el acto del alcalde de Noreña, César Movilla, del concejal independiente de Siero Juan Camino y de una delegación de la Federación Asturiana de Bolos, con su presidente Desiderio Díaz a la cabeza, contribuyen a avivar ese sentimiento. Pero también hay tiempo para proclamar otras identidades compartidas: el fútbol.

-Acá en la colectividad somos todos del Independiente de Avellaneda o del San Lorenzo.

Habla Carlos Tobío, de la directiva del Centro y primo del atleta avilesino Yago Lamela. Añade: «Había un asturiano, Fernández Suárez se apellidaba, que ponía a los hijos el nombre de un jugador del Independiente. A uno lo llamó Elvio. Por Elvio Pavone».

En la conversación está el joven Alfredo Álvarez Vigón, el monitor que la Federación de Bolos tiene destinado estos días en Buenos Aires y Mar del Plata para formar a las jóvenes promesas. Alfredo, Fredi, argentino de nacimiento, vive en Gijón y juega en la peña Hogar de Ceares, pero su familia posee el bar de la estación de metro de Plaza de Mayo, la más concurrida de Buenos Aires. Fredi acaba de escuchar el nombre de Elvio Pavone y se activa

-¡Pavone, Pavone! ¡Qué tipo! Ése iba todos los días al bar de mi padre en el subte. ¡Qué jugador! ¡Qué huevos!

En la ciudad de los 17 estadios de fútbol, junto al campo del River, un anuncio de desodorante Rexona reza, como en un versículo de la Biblia: «El jugador tiene que transpirar la camiseta, el hincha sólo quererla».