Gijón, J. MORÁN

Hacia el mediodía del 9 de mayo de 1808, el pueblo ovetense, amotinado contra el gobierno de la Real Audiencia, intentaba apoderarse de las órdenes de represión remitidas a todo el país por el mariscal Joaquín Murat, tras el levantamiento madrileño del 2 de mayo. En esa mañana, hace hoy 200 años, los ovetenses habían logrado evitar la fijación de los bandos en las paredes de la ciudad y habían apedreado a los mandatarios de la Audiencia. Pero aún no tenían los papeles de Murat.

Con la intención de obtenerlos, «parte del pueblo pasa a la casa de Busto y le lleva a la Audiencia», según relata Ramón Álvarez Valdés en su «Memorias del levantamiento de Asturias en 1808». José María García del Busto, juez primero de Oviedo, es decir, alcalde-presidente de la ciudad, era hombre entregado a la causa contra la ocupación francesa.

Busto llega a la Audiencia y encuentra «consternados» a los magistrados, pero éstos le ocultan el bando de Murat y le dicen que sólo han recibido uno del Consejo de Castilla. A continuación, deciden convocar a las fuerzas vivas de la ciudad para que, entre todos, intenten sosegar al pueblo enfurecido. Llega el obispo, Gregorio Hermida y Campa, y su provisor -vicario general- Marcos Ferrer Garau. Habla el obispo y la multitud le escucha en silencio, pero inmediatamente vuelven las voces a reclamar el célebre bando.

Le llega noticia de todo ello a Gregorio Jove y Valdés, procurador general del Principado, que ese día yacía enfermo en cama. Gregorio Jove, que el 31 de marzo anterior se había pronunciado sobre la «humillante ocupación francesa», se levanta del lecho y acude a la Audiencia. Su autoridad moral aquieta momentáneamente a los amotinados, que intentaban reventar las puertas del edificio.

Ya dentro, Jove se pronuncia: «El pueblo que ve en peligro el trono, no menos que la libertad e independencia de la nación, es disculpable y hasta laudable, alzándose en defensa de tan caros objetos; ese mismo pueblo sabe que por el correo de hoy ha recibido la Real Audiencia órdenes que tienden a reducirle a la esclavitud; me encarga las reclame como procurador general del Principado».

Del Busto le apoya, pero los magistrados vuelven a negar haber recibido tales papeles. Los amotinados porfían en su intención y los portones comienzan a ceder. Llega al lugar «una columna de estudiantes y de vizcaínos de la Fábrica de Armas, que se habían apoderado de los fusiles de sus almacenes». Procedente de Plasencia de las Armas (Guipúzcoa), la fábrica de fusiles había sido traslada a Oviedo durante la guerra de la Convención (1793).

La presión obliga a abrir las puertas de la Audiencia y el pueblo entra hasta la barandilla «del banco de relatores». Entonces se oyen en el salón unas palabras en euskera, las del ministro Miguel Antonio de Zumalacárregui -hermano de Tomás, el futuro general carlista-, que pide calma a los trabajadores armados.

En medio de la confusión, Gregorio Jove ve unos papeles sospechosos en el bolsillo de la casaca del secretario de la Audiencia, Bernardo de la Escosura, y se los arrebata. Es el bando de Murat. Con él en las manos, anima a los amotinados a seguirle hasta el Campo San Francisco. Por la «calle Nueva, o de Altamirano», se suman a los sublevados otros «200 estudiantes y jóvenes». Ya en el parque, Jove lee el bando y lo hace pedazos. Pide conservar el orden y organiza patrullas con los ciudadanos armados. La jornada resultará incruenta.

Al tiempo que el bando de Murat irritaba a los ovetenses, el comandante de Armas de Gijón, protegido por una escolta del Regimiento Provincial de Oviedo y con banda de tambores, intenta fijarlo en la villa de Jovellanos. Una mujer de «encima de Villa» (Cimadevilla), narra Valdés, grita: «¡Soldados, que os venden!»; y otra vecina le lanza al comandante una piedra al pecho. El motín impide la difusión del bando. «Un mismo espíritu animaba a Gijón y a Oviedo», apostilla Valdés.

En la capital, «sosegado el pueblo por las acertadas disposiciones de Gregorio Jove», éste, junto a Del Busto, solicita al decano en funciones de la Audiencia, Francisco Touves, que se convoque la Junta General del Principado, concurriendo a ella todas las fuerzas vivas: gremios de artesanos, la «Universidad Literaria», el Cabildo Catedral, párrocos y prelados de la ciudad, y los militares de graduación».

La Junta se reúne a las cinco de la tarde en la sala capitular de la Catedral, como de costumbre. Touves interviene el primero y aboga por el orden. Los militares le secundan: es imposible ir contra «el poder de Napoleón y de sus invencibles ejércitos».

Pero la reunión da un giro radical cuando, a continuación, interviene Joaquín de Navia Osorio, VII Marqués de Santa Cruz de Marcenado, quien, mediante una intensa pieza de oratoria, dice estar dispuesto a morir luchando contra el francés. Valdés comenta en sus «Memorias» que «no es fácil describir las sensaciones que despiertan las palabras del propietario más rico del país y de un hombre que raya en sesenta años». Aquella intervención «arrebata los ánimos y realmente decide la cuestión de guerra contra el usurpador».

Entonces, Manuel Miranda Gayoso, alférez de navío, interviene: «No morirá sólo, no; moriremos los dos peleando unidos en Pajares o en Arbás». Y Del Busto evoca la batalla de Covadonga y la Cruz de la Victoria y añade: «Nuestra voz será de alarma en toda la Península; el león dormido despertará; su rugido llegará a Londres, Viena y San Petersburgo; saldrá la Europa de su letargo y conseguiremos ver derrocado al coloso».

La Junta decide trazar un plan militar de defensa y enviar comisionados a las provincias limítrofes. «Un gentío inmenso» ocupa la antesala de la Junta, el claustro de la Catedral y la Corrada del Obispo. Al conocer las decisiones, «prorrumpen en vivas a la religión y al Rey». Eran las diez de la noche del 9 de mayo.

Aunque la Junta retrocedería en sus intenciones el día 13, el espíritu del 9 de mayo volvió el día 25, con un nuevo levantamiento en Oviedo, la creación de la Junta Suprema de Asturias y la declaración de guerra a Napoleón.