Nací en 1945, siete años después de terminada la guerra. Durante aquella guerra, mi padre y dos tíos carnales estuvieron en la cárcel, un primo carnal fue asesinado con menos de 20 años, la casa, saqueada en dos ocasiones. Jamás se hablaba de la guerra en mi familia, salvo alguna vez que mi madre decía que prefería morir a volver a pasar sólo una hora bajo los rojos. Tanto por la parte paterna como por la materna mi familia pertenecía, por así decirlo, al bando ganador. Pero aunque todos eran muy conservadores, pronto advertí que había diferencias entre ellos: mi abuelo había sido melquiadista, mi abuela era monárquica y despreciaba a los falangistas, mi padre había sido de la CEDA y cuando las cosas se radicalizaron se hizo falangista, como tantos otros. Pero no todo el mundo era falangista. Por ejemplo, un médico vecino nuestro era mucho más de derechas que mi padre, pero nunca le vi con camisa azul. Mi padre tenía uniforme de jerarca, seguramente porque un hermano suyo y después un primo carnal fueron alcaldes, con chaqueta blanca, camisa azul, corbata negra y correaje, que se ponía para ir de concentraciones, hasta que mi abuela se lo quemó. Mi madre, por su parte, era de derechas en general y muy católica; entendía que ser ambas cosas era lo mismo.

El grupo social en el que nos movíamos era por el estilo. Todos gente de orden y aterrorizados ante el recuerdo de las «hordas rojas». Sentían auténtica admiración hacia los ricos y profundo desprecio hacia los pobres, lo que no les impedía ser caritativos, y lamentaban sus sufrimientos cuando los tenían en cuenta. Pero procuraban no mirar hacia abajo, ni tampoco demasiado hacia arriba. Llanes era entonces una villa ferozmente reaccionaria, con muchos curas (la actual basílica era colegiata y todavía quedaba algún beneficiado del antiguo cabildo, como don Antonio Morillón, que era chantre), que sólo era capaz de contemplar su ombligo (Pérez de Ayala titula «El ombligo del mundo» una de sus novelas en las que se aprecian rasgos de esa villa), y sólo se enteraba de la existencia de sí misma y de México. Todo el mundo tenía algún pariente, o muchos parientes, en aquella república, y en materia geográfica, el mundo se reducía a la villa y a México. Aunque todavía a nadie se le ocurría calificarse de «asturmexicano», como hace ahora alguna cursi.

La desconfianza era enorme y le tenían miedo a todo: a lo que opinaran los demás, a decir algo incorrecto, a los fiscaleros, a que la amiga les sonsacara a la criada, a parecer lo suficientemente reaccionario (más por prestigio social que por temor a represalias políticas). De hecho, no advertía en Llanes represalias políticas sino acoso clerical. Si mi madre y sus amigas iban a ver películas calificadas como gravemente peligrosas, como «Gilda» o «Duelo al sol», al día siguiente iban a confesar, pero no dejaban de verlas aunque tuvieran la impresión de que pecaban. Los maridos, en cambio, no solían ir al cine. Preferían pasar el rato en el café.

Al primer colegio al que asistí era particular, el de las señoritas Mantilla, en su viejo caserón de la plaza mayor como entrada para carruajes. En el aula para párvulos había estampas bíblicas en las paredes, como las que describe Antonio Machado en un poema, y en el aula de arriba, las fotografías de Franco y José Antonio separadas por un crucifijo, y un gran mapa de Europa. La señorita Amparo señalaba con el puntero España y luego Rusia, y nos decía: «Ved lo cerca que lo tenemos». Y aquello, claro es, nos producía mucho miedo, porque temíamos que, estando tan cerca, volvieran los rojos con el fusil al hombre y entonces mi madre se quisiera morir. Todos los días se rezaba por la salvación de Rusia y por la conversión de Ramón Pérez de Ayala, primo de las señoritas.

Aquella era muy piadosa y edificante, aunque poco eficaz en materia educativa, por lo que mi padre me envió a dar clases particulares con dos maestros: primero con don Antonio Morales, que en lugar de rezar por la salvación de Rusia me explicaba el triángulo escaleno y después, cuando fui mayor, me habló con emoción de don Manuel Azaña, y después el maestro de Cue, un hombre tímido y encantador, admirador de los experimentos pedagógicos de Tolisto y Tagore, que me regaló un hermoso ejemplar de «La lámpara maravillosa» de don Ramón de Valle-Inclán, en la edición de la «ópera omnia», al que le falta la portada. Luego pasé por un colegio de monjas franciscanas, antes de ir interno a Oviedo.

Aquello era el franquismo, según lo recuerdo: días grises de noviembre, lluvia y un miedo indeterminado, no se sabía muy bien a qué. Todo era bastante tétrico. De la Policía sólo nos enterábamos por las películas, pero los curas tenían mucho poder y algunos muy mala uva. Todos con sotana y tonsurados. El párroco se llamaba don Manuel. Mis padres y sus amigos le admiraban muchísimo porque decían que era «un cura de ciudad», acabó de canónigo en Oviedo. Como párroco le sucedió don Gil, a quien en contraste con don Manuel, consideraban un aldeano. Pero era también un gran reaccionario, por lo que no le fue costoso integrarse. Utilizaba el púlpito para echar broncas y delatar. Un día me refirió desde esa altura a «dos primos ateos que viven en la calle Nueva»: Santiago González Noriega y yo. Es mucho honor ser personaje de un sermón, pero las consecuencias fueron desagradables. Mi madre decía continuamente: «Qué vergüenza, qué vergüenza». ¿Vergüenza por qué? Además, yo jamás incurrí en la petulancia de sentirme ateo.

En una ocasión entré en el cuarto del conserje del Casino, que se llamaba Rogelio, donde había una mesa de madera y la estufa de la calefacción. La mesa estaba llena de libros, uno de ellos era «Desesperación», de Nabokov. Pregunté qué hacían los libros allí y el conserje me contestó que le había mandado don Ramón que los quemara. Aprovechado un descuido, eché a Nabokov a un bolsillo del abrigo, y así lo salvé. Me parece que no volví a entrar en el Casino de Llanes.

En el Colegio de Oviedo los frailes dominicos evitaban mezclar la política oficial con la enseñanza. No había por allí Frente de Juventudes ni himnos patrios; al único fascista que recuerdo es a Gerardo Turiel, que acaba de volver de las Milicias Universitarias con bigote y nos daba clases de Formación del Espíritu Nacional (la Educación de la Ciudadanía del franquismo) de manera autoritaria. Los otros profesores de política, don Dámaso y Benigno Herrero, eran tolerantes, y Herrero, bastante liberal. A los frailes no les gustaba la «política», consideraban que nos ocupaba un tiempo que debíamos dedicar a asignaturas más serias y provechosas. Después, la Universidad en la que entré estaba completamente despolitizada. Gustavo Bueno se refirió en un célebre artículo a «La Policía inmanente» y era cierto. Había más miedo al ambiente reaccionario y al qué dirán que a la Policía político social. Dentro de mis recuerdos, esto es, para mí, el franquismo en su etapa más dura, que yo viví, como digo, bastante desde afuera; suspicacia, desconfianza y temor. Todos se vigilaban y juzgaban a sus vecinos y se consideraban juzgados por ellos. La dictadura engendra desconfianza y eso lo padecimos todos los españoles, de un bando y otro. Yo viví entre vencedores y puedo asegurarles que no eran felices ni estaban contentos.