Gijón, J. MORÁN

Alberto Torga Llamedo, de 77 años, evoca en esta segunda entrega de sus «Memorias» para LA NUEVA ESPAÑA su labor sacerdotal en Boo de Aller, donde vivió con inmediatez los accidentes del minería y la «huelgona» de 1962.

l De Buenos Aires a Boo. «Villa Miseria, durante la misión en Buenos Aires, me cambió realmente mucho porque allí conocí la miseria moral. La gente vivía en chabolas y la inmensa mayoría de las familias no estaban casadas; eran parejas simplemente, y me encontré con madres que tenían hijos con sus propios hijos, padres que los tenían con sus hijas, y hermanos con sus hermanas. La promiscuidad era tremenda y yo lloraba viendo aquello: la miseria moral y la miseria en general. Cantidad de personas habían ido a Buenos Aires atraídos por el progreso, y allí estaban, en la miseria de lo que llamaban el "ranchito". Todo eso cambió mi manera de ver el mundo. Vuelvo a Somió y en marzo de 1961 me cambian de parroquia, a Boo de Aller. Al principio se me cae el alma los pies, por tener que dejar Somió, pero el sábado que llego al nuevo destino se presentan en la rectoral tres mozos. En Boo había tres o cuatro comercios, dos practicantes, un médico y los maestros; el resto eran todos mineros. Los mozos me dicen: "Usted es el nuevo cura y venimos a saludarle; pensamos que estaría aburrido y queremos invitarlo a sidra, porque usted es de Nava, ¿verdad?" Vi el cielo abierto. Fui con ellos a Casa Terrona (todavía existe) y empecé a saludar a todos los paisanos que pasaban por el bar al salir de la mina. Aquel día fui a la cama a las dos de mañana, con una medio melopea, y después de haber conocido casi a la mitad de los feligreses. En Somió no entraba en los bares, salvo para comer en Casa Zapatero, de Jorge, en Villamanín. Pero Boo era el apostolado del chigre».

l Odio a Hullera Española. «Siempre he sido feliz como sacerdote, pero la etapa más feliz fue en Boo, con gente muy abierta y muy cercana. Empecé a quererlos y todas las teorías que había estudiado en el Escuela Social pude aplicarlas allí. Hubo momentos muy duros, cuando había una catástrofe en la mina. Aún recuerdo la muerte de un chico, Castañón. Era un ángel, de 24 años, soltero, honrado, bueno, cariñoso, muy religioso. Murió en el pozo San Antonio. Entré en el pozo con la santa unción y estuve varias horas, pero no pude llegar a donde estaba. Al cabo de dos días sacan el cadáver y el entierro fue el día de la Inmaculada, en Bustillé. Dije unas palabras: "Ante este hermano nuestro muerto, vosotros tenéis la obligación de pedir una policía minera eficiente, porque la vida de un hombre vale mucho más que todo el carbón que se saca en Hullera Española; y cuando exijáis esto, no permitáis que os tachen de comunistas, sino que tenéis que hacerlo por vuestra condición de cristianos". Había allí policías y una tensión tremenda; y se oye una voz: "Sí, eso está muy bien, pero ¿quién da la cara?". Se me acerca un señor y me dice: "Eso que dijo usted hoy le va costar muy caro". "Tengo la conciencia tranquila", repliqué. Creí que era un reproche, pero me lo estaba diciendo un miembro de la HOAC de Moreda, Próspero Fernández, que hablaba un poco fuerte. Después, en el funeral estuvo el Marqués de Comillas (sobrino del primer Marqués), a quien yo no conocía. Al terminar la misa vino a verme: "Mire, padre, me han dicho que nos echa la culpa a la empresa de esta muerte". "No es cierto; yo no sé si fueron culpables ustedes, pero lo que sí quiero decirle es que al primer Marqués de Comillas la gente de aquí le venera, le adora, pero a ustedes les odian; y no digo que les odien con razón, pero tienen motivos porque, mire, ahí esté el director de la mina, que es un negrero". Y le dije varias cosas más. "Lo que usted me dice del Marqués me honra; yo era su ahijado y llevo su nombre, pero eran otras circunstancias y ahora estamos viviendo una situación económica peor". "No es una cuestión económica, sino de trato humano", le respondí. Era un hombre muy correcto. Le pregunté si era creyente. "Padre, soy un mal católico, pero católico". Entonces yo seguí hablándole con más libertad».

l El silencio de los curas. «Al día siguiente me llama el secretario de Hullera Española: "El Marqués quedó muy impresionado de lo que usted le dijo y quiere tener una entrevista. ¿Cuándo puede venir?". "Mire, mis horas de despacho son lunes, martes y miércoles de tal hora a tal hora". Quizá creían que los curas éramos monaguillo suyos. "Él está muy ocupado?, si usted pudiera venir?". "Lo pensaré". Fui a ver al obispo, a don Segundo: "Pues vete a la reunión". "Tengo miedo de que metan un micrófono y yo diga cosas que no debo, que me caliente". "Tu procura no decir nada de más, pero tampoco nada de menos". En fin. Tuvimos la reunión en la gerencia, en Ujo; estábamos el director, el secretario, el Marqués y yo. "Padre, usted me dijo que al Marqués de Comillas le quieren y le veneran, pero a nosotros nos odian". "Sobre todo a este señor", y señalé al director, que replicó: "También a ustedes les odian". "Sí señor, porque a veces creen que estamos vendidos a ustedes, porque guardamos silencio". Fue una reunión tensa, de dos horas, y al cabo de dos meses cesaron al director».

l Oración por la huelga. «Viví la "huelgona", en la primavera de 1962. La semana anterior al Domingo de Ramos había ido yo a Urbiés, a ayudar al sacerdote, condiscípulo mío. Di charlas y las de los hombres se llenaban, hasta que el jueves, inesperadamente, había sólo treinta. "Es que empezó una huelga en Turón", me dijeron. Me enteré de que la huelga había empezado en Nicolasa, Mieres, y que había estado como ocho o diez días enquistada, sin que dieran cuenta de ella ni Radio Pirenaica (que era la que más se escucha allí), ni Radio París, ni la BBC, las emisoras que oíamos cuando queríamos enterarnos de algo. Y, por supuesto, ni los periódicos ni las radios españolas hablaban de la huelga, que se había extendido ya a Turón. El problema que había era cómo se daba a conocer en Aller que había huelga. "Eso corre de mi cuenta", dije. El Domingo de Ramos, en la misa de ocho de la mañana, dije esta oración de los fieles: "Por nuestros hermanos los mineros de Mieres y Turón, que están en huelga, para que se respeten sus derechos y se reconozca su dignidad de personas humanas y de hijos de Dios". Termina la misa y los paisanos que había vienen a preguntarme. A la misa de nueve y media asisten ya muchísimos más hombres que mujeres. Querían oír lo de la huelga. Y en la misa de doce, después de la procesión de Ramos, había más de 300 hombre esperando a la puerta de la iglesia. Había gente de Caborana, de Moreda, de Nembra, de Piñeres... Dije la misma petición. El Martes Santo había paro total en Hullera Española. El Sábado Santo bajo a Moreda y veo que suben dos forasteros, de paisano, pero con insignia de alférez provisional en la solapa. "¿Ustedes son policías?". "No, no, ¡qué va!". "Si lo son; miren: no me toquen ni a un feligrés". La sotana era como un tanque: protegía».

l El no va más de la solidaridad. «Para rendir a los mineros, Hullera Española cerró el economato. Entonces organizamos comedores para niños en la casa parroquial. Pedí cubiertos, platos, vasos, y personas que cocinaran y donaciones en dinero o en especie. Se presentaron muchos feligreses: unas traían lentejas, otros fabes, otros tocino, y la gente ya jubilada, con una paga muy pequeña, igual te daba cinco duros. Llamé a un gran amigo de Somió, Víctor Manuel Felgueroso Suardíaz, presidente del Sporting y director de cervezas La Estrella. Tenía doce hijos. "Mire, don Víctor, tiene que echarme una mano porque estoy metido en un lío". Le expliqué el caso. "Hombre, don Alberto: usted sabe que va contra mis intereses, porque yo soy patrón; pero, ¿cuánto necesita?". "Lo que usted pueda". Yo esperaba 1.000 pesetas. "¿Le vale con 10.000?". "Don Víctor, ¿no será mucho". "¿No lo va a necesitar?". "Pues sí". "Pues se lo mando por giro postal hoy mismo". Me sentí fuerte con aquel dinero para el comedor. Al empezar la huelga, Caritas parroquial tenía un pufo de 300 pesetas, pero cuando terminó el superávit era de 1.800 pesetas. Tuvimos el comedor abierto durante dos meses y medio para sesenta niños. Aquello fue el no va más de la solidaridad de todos. Sufrí mucho junto con la gente de Boo, pero fui muy feliz con ellos».

Mañana, tercera y última entrega de Alberto Torga