Lo de comprar al árbitro, o al portero contrario, forma parte de las leyendas más clásicas de la picaresca, y por eso en el pasado ha disfrutado en España de una cierta tolerancia social. Es como si fueran debilidades inherentes a la condición humana, igual que pasa en los países católicos, dominados por la cultura del perdón, respecto de los llamados pecados de la carne. Tal vez se deba a que, igual que ocurre con la carne, la tentación en cosa de fútbol se considera irresistible. En un ciclo de expansión económica como el que queda atrás, caldo de cultivo del que brotaron enjambres masivos de gérmenes corruptos, no podía faltar el viejo carterismo de comprar a jugadores del otro equipo, o hasta a equipos enteros. Pero sería horroroso que semejante regresión se pasara por alto, y más todavía que una práctica así fuera disimulada, o incluso jaleada, por la afición a la que beneficia.