En la memoria del franquismo abundan recuerdos de muertes, cárceles y represión y menudean otros de aquellos que añoran el tiempo en el que ellos ayudaron a tener por el mango la sartén con la que se frió este país. También hay episodios de historiadores que aportan sus investigaciones para ayudar a conocer cómo se desarrolló este período, ya lejano en el tiempo, pero aún muy próximo en el comportamiento de algunas instituciones.

Yo debería traerles hoy la reseña de cualquier capítulo sacado de las hemerotecas, pero en vez de buscar en los archivos de prensa he preferido hacerlo en mis propios recuerdos y contarles algunas anécdotas que no tienen ni más ni menos valor que el de ejemplificar cómo fueron los días de un español vulgar que vivió su niñez en los años 60; algo que, dicho sea de paso, también ayuda a hacer historia de la vida cotidiana, que es la más válida de las historias. Si me obligasen a elegir una palabra para definir aquellos años, me quedaría con la simpleza. Todo era tan sencillo y tan plano como la línea política del Régimen, y se daba por supuesto que cada cual tenía su sitio: las niñas se educaban para ser compañeras del varón y buenas amas de casa, y los niños, para ser los sostenedores del hogar, ganando el salario con sus manos, si eran de familia humilde, y como directivos de lo que fuese, si sus padres tenían más posibles o ejercían alguna autoridad en la jerarquía del sistema.

Crecimos estudiando que «Dios, que todo lo ordena con arreglo a su sabiduría infinita, dio a la Tierra la forma esférica por ser la que más le conviene para la acertada distribución de la luz y del calor y luego la engalanó primorosamente para que fuese digno palacio del Rey de la Creación». Nosotros éramos los Reyes de la Creación y Mieres la parte que nos tocó habitar de aquella esfera que formaba parte del maquillaje de la realidad con el que se nos quería hacer ver que la vida era un continuo «No-Do».

Oigamos el artículo 1.º del Fuero de los españoles en la voz atildada de un locutor de la época: El Estado español proclama como principio rector de sus actos el respeto a la dignidad, la integridad y la libertad de la persona humana, reconociendo al hombre, en cuanto portador de valores eternos y miembro de una comunidad nacional, titular de deberes y derechos, cuyo ejercicio garantiza en orden al bien común.

Y ahora, viajen conmigo hasta el curso 1967-68. Sitúense en un colegio de La Salle de la Montaña Central, es mayo y nos han organizado una pequeña fiesta para celebrar el mes de las flores a María; el animador es un fraile recién ordenado en Valladolid que hace trucos de magia y su número fuerte consiste en meter a un alumno dentro de un armario preparado con un doble fondo y hacerlo aparecer inmediatamente por la puerta principal, en el otro extremo del salón de actos; todo sale bien, pero en vez de aplausos se produce un abucheo que ofende al artista. Aún hoy, no comprendo cómo pensó que iba a poder engañarnos llevando como ayudantes a la única pareja de gemelos que había entre los cuatrocientos alumnos y que todos reconocimos inmediatamente. No creo que considerase que éramos imbéciles, seguramente la culpa la tuvo la percepción idealizada del mundo de los niños que le habían inculcado en sus años de formación como educador.

Respeto a la dignidad. Den ahora un pequeño salto en el tiempo, apenas tres años desde la última escena, para asistir a otra que podría incluirse perfectamente en una película de Fellini. Un grupo de lo que ahora se llama preadolescentes forma un corro para admirar en silencio una página arrancada de una revista pornográfica que uno de ellos trae bajo el jersey; sabemos que su padre acaba de volver de un viaje a Francia, así que no hace falta preguntar de dónde la ha sacado.

Todos la queremos, de modo que rápidamente tomamos una decisión: entre los cinco debemos pagar dos billetes de tren a Oviedo y echar a suertes quienes deben desplazarse hasta la máquina fotocopiadora que acaba de instalarse en la Estación del Vasco -seguramente la primera de Asturias-. Unas horas después, ya de vuelta, hay que retocar con bolígrafo los perfiles que apenas se ven porque el papel de brillo es de una calidad infame, pero aún así, al final de la tarde cada uno acaba llevándose a casa su propio tesoro. Creo que a esto se le llama represión sexual.

Les podría contar otros episodios parecidos, pero a quienes vivieron la época no les iba a aportar nada y los más jóvenes siempre creerán que estamos exagerando. Crecimos así, y aunque ha pasado mucho tiempo, algunos no hemos podido, ni creo que podamos ya nunca, cambiar algunos hábitos de los que adquirimos entonces.

Un ejemplo: me cuesta leer despacio. Tuve la suerte de crecer con una buena biblioteca en casa y aprendí a devorar páginas buscando los capítulos escabrosos; en esa labor me fui quedando también con otras cosas y cuando llegué a los quince años ya tenía una querencia por algunos autores que apenas ha variado con el tiempo. Supongo que eso es bueno, pero no tengo claro que también lo sea la necesidad que me obliga a abandonar un texto en cuanto encuentro el primer «dijo él? repuso ella», porque me da la impresión de que llevo cuatro décadas leyendo el mismo libro.

Respeto a la integridad. Imaginemos ahora un aula de primer curso de Bachillerato. Estamos en la semana previa al domingo del Domund y por ello se ha entregado a cada alumno un sobre de color sepia para que en su casa metan en él su donativo. El sobre -se nos dice- debe cerrarse e ir sin nombre porque para Dios es más importante el céntimo que un pobre entrega si lo sustrae de su propia comida que lo que da el rico porque le sobra. La profesora recoge los sobres por orden de lista y para sorpresa de todos va abriéndolos y anunciando en voz alta su contenido; casi todos tienen una moneda de cinco duros o incluso de diez, pero en uno de los sobres aparece una peseta de papel, ¡Una pesetina!, y repite la cantidad y el nombre del alumno una y otra vez, hasta que ambas palabras quedan unidas y se convierten en un mote que tarda décadas en olvidarse.

Respeto a la libertad. Más arriba dije que estábamos en Mieres, entonces es inevitable hablar de política, o yendo a los recuerdos de aquellos años, más concretamente de las movilizaciones. Estábamos acostumbrados a las manifestaciones, sobre todo a las del Primero de Mayo; una mañana habíamos visto a la altura de la Cruz Roja a unos jóvenes falangistas, que conocíamos de sobra por otras acciones parecidas, sujetando a un hombre en el suelo mientras le cortaban con una tijera la corbata roja que se había puesto ex profeso para celebrar la jornada y desde entonces todos los años madrugábamos por si la suerte hacía que pudiésemos asistir a otro espectáculo parecido.

Pero no fue en uno de aquellos aniversarios; recibí mi primer toletazo durante unas fiestas de San Xuan, cuando las atracciones se colocaban en torno a la plaza de abastos. No sé cuál era el motivo de la protesta, pero aquella tarde la gente corría de un lado para otro y, cuando la cosa se pudo cruda, cada uno tuvo que refugiarse donde pudo. La peor parte se la llevaron los que intentaron ocultarse en el túnel del «tren de la bruja», donde entre los golpes, la oscuridad y los tropezones con los raíles hubo varios heridos que acabaron en la Casa de Socorro. Yo pude meterme en Casa Tornillos, uno de los chigres más tradicionales de la villa y conmigo entró un tropel de personas que también querían esconderse. Vano intento: la Policía nos obligó a salir uno a uno para ir pasando entre un pasillo de uniformes grises y no importó que allí hubiese ancianas o niños de doce años como era mi caso. No sé si nos dolían más los golpes o las risas de los que golpeaban, pero desde entonces supe cuál iba a ser luego mi sitio.

Afortunadamente toda esta mezquindad ya ha quedado muy atrás, pero les confieso -y créanme que no es literatura- que no hace mucho me detuve por curiosidad en una ceremonia que abría una obra pública; entre las autoridades estaba como pez en el agua uno de aquellos matones que habían agredido aquel Primero de Mayo al hombre de la corbata roja. Ya es mayor, pero yo no pude evitar un respingo al verle sujetar la tijera con la que se iba a cortar la cinta inaugural.