«¿Dónde estaba Dios?»
Es la pregunta final que días atrás se hacía, en un texto hondo y bello, el alcalde de Madrid, Alberto Ruiz Gallardón, tras una visita al campo de exterminio de Auschwitz. Cabría añadir que sólo esa pregunta, retórica e ingenua, debilita la fuerza del discurso, igual que decepciona la frecuente pregunta de los intelectuales acerca de la naturaleza del mal, o del mal absoluto, frío, organizado y sin una gota de piedad que elimine siquiera un pigmento de negrura. El mal está en cada uno de nosotros, y tiene el mismo origen que el bien, dos categorías tan indisolublemente unidas como el blanco y el negro, o el frío y el calor. Lo único que ponen los fautores criminales de los grandes males es su destreza para extraerlo, gota a gota, del alma de los hombres, y para organizarlo. Suele asignarse un valor positivo al concepto «humanidad», ignorando la mitad al menos de su composición.
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