Oviedo, Javier CUERVO

José Rivas Rico (Jerez de la Frontera, Cádiz, 1946), arquitecto, reside en Oviedo desde 1975. Flamenco, acuarelista, caricaturista, magnífico conversador, es forastero por parte de padres, se ha sentido de fuera en todas partes y se ha adaptado a vivir en donde sea. Está casado con la que fue su novia desde los 13 años y tiene dos hijos.

-¿Por qué se le da el flamenco?

-Tenía oído, era del coro. Crecí en la cuna del cante, pero soy gachó, ni gitano, ni garabito (cruzado). No sé explicarlo.

-Pues vayamos a los hechos.

-Empecé Arquitectura en Madrid en 1962 y estuve hasta 1965 sin pasar de primero. En la residencia cada uno cantaba lo suyo: el maño, jotas; yo, fandangos. Luego estudié en Sevilla y allí era una «rara avis»: de 300 estudiantes, sólo nos gustaba a 3. La mayoría prefería la «chanson» y consideraba el flamenco canción ratonera de depravados y señoritos. Empezaron a entrar en él por Pepito Menese cantando letras de Moreno Galván y por Manuel Gerena. Menese dio un recital en la Escuela de Ingenieros Industriales con sus letras en las que el peón es bueno y el señorito malo, y fue recibido con «bravos». Ni un «olé».

-Usted cantó en Japón.

-Sí, pero el flamenco es un capitulito en mi vida. En 1971 el Ministerio de Comercio preparó una embajada a Japón encabezada por Villar Palasí. Fue la primera vez que salieron de España las dos «Majas» de Goya y se escogió un grupo de flamenco porque era lo más conocido. Los cantaores de Jerez habían agotado sus permisos laborales y Pilar Fatou, de los Coros y Danzas de la Sección Femenina, dijo: «Mi novio canta». Me hicieron una prueba y dieron consentimiento en Madrid.

-¿Se fue con su novia?

-Nos tuvimos que casar. Nuestros padres no nos hubieran dejado ir de otra manera. Nací con novia. Pilar y yo empezamos a relacionarnos en 1957, a los 13 años. Seguimos casados,

-Buen viaje de novios.

-Sí. En Tokio y Osaka tenían «tablao». La compañía de aviación perdió el equipaje de las bailarinas y una academia de flamenco de Tokio les prestó los 17 trajes. Eran más bonitos que los que llevaban de España. Por el camerino apareció un japonés de pelo rizado que quería conocer al «cantaor». Era Akiino Ino, «cantaor» flamenco japonés, conocido como «Pepe el del Vino». Cantó como un gato cuando le pisas el rabo, pero no tocaba mal la guitarra. Un amigo suyo clavó «Como el agua», de Paco de Lucía.

-Regresó de estudiante casado.

-Yo era un hombre objeto: vivíamos de lo que ganaba Pilar como profesora de gimnasia. Es muy trabajadora, cuadriculada, germánica, profesora de alemán.

-Es arquitecto por dos germánicos, su padre y ella.

-Al casarnos me dijo: o acabas la carrera o me divorcio. Terminé en 1974. Senté cabeza y dejé «las Humanidades»: el flamenco, las caricaturas y las últimas tertulias en las que coincidían un catedrático, un torero, un cantaor y un limpiabotas. Cuando yo hacía la carrera, tomabas apuntes hasta Semana Santa y no te ponías a estudiar hasta abril. Entraban 70 estudiantes y salían 62 titulados. Ahora no hay el privilegio de disponer de tanto tiempo para ser especialistas en todo.

-¿Por qué hizo Arquitectura?

-Porque sólo podía haber un Picasso y un Dalí.

-Hubiera querido ser pintor.

-Pinto permanentemente. Hubiera querido una vida de artista. La marca quedó, pero se supera. Cuando fui a estudiar, descubrí Madrid y no di palo al agua. Siempre había tenido amigos mayores y convivía con tíos de 25 años. No hablo de gamberreo -allí nadie mojaba-, sino de tertulias hasta las 6 de la mañana, de leer «Sexus», «Plexus» y «Nexus», de Henry Miller, y luego libro-fórum, de metafísica, de brujas, de Marte... de más conocimiento y de abrirte la perspectiva. Los tíos geniales, la mímica, el cante, el piano, el Museo del Prado y el pateo de Madrid no se reflejaban en las papeletas. Yendo a la escuela vi «grises» a caballo y pensé que había una manifestación porque el tranvía había subido 10 céntimos, pero fue porque tres profesores, con la Declaración de los Derechos Humanos en la mano, encabezaron una manifestación en el Paraninfo. Supe después que eran Tierno Galván, López Aranguren y García Calvo, y que los echaron de la Universidad. Era impermeable a la política, lo mío era la bohemia: pintar, estar, billar.

-Por la cultura tendría referencias de la censura.

-Sí, pero más por el sexo. Y la aceptábamos. En el verano de 1961 mi padre nos mandó tres meses a Francia a aprender francés y sólo me interesó el «Paris-Hollywood», una revista de papel de estraza en la que no se veía nada. La política en aquella Francia era Argel. Lo que más me llamó la atención fue que a Adolfo Hitler, que en España era un personaje histórico que había perdido una guerra, lo llamaban el mayor asesino de la historia. Mi profesor de pintura, Cañete Babot, me hablaba de Picasso, Pollock y De Kooning, aunque Sorolla y Zuloaga eran lo correcto. Hace días Zubin Mehta dirigió en Oviedo «La consagración de la primavera», de Stravinski, que descubrí en 1959 en «Fantasía», la película de Walt Disney. Fui descubriendo todo sin que me provocara rebeldía.

-De Madrid a Sevilla.

-Mi padre no quería que perdiera más tiempo y me consiguió la única plaza de estudiante que había en la Escuela de Estudios Hispanoamericanos, que dependía del Centro Superior de Investigaciones Científicas. Los demás eran investigadores del Archivo de Indias como Pierre Vilar o Miguel Maticorena. Ramón Carande iba a hacer tertulia. Un discípulo de Konrad Lorenz me hablaba del fundador de la etología, antes de que le dieran el premio Nobel, como yo de un cátedro mío; allí oí hablar de Alejo Carpentier, Rómulo Gallegos y Juan Rulfo, y leí «El siglo de las luces», que disfruté 30 años después, al releerlo. Me enteré de esos autores 20 años después de que fueran conocidos en Hispanoamérica, pero 20 antes que en España. Viví 8 años riquísimos. España estaba en el siglo XIX y en el sesenta y pocos vino la explosión intelectual, supimos que había otro cine, no sólo el de vaqueros, y grandes pensadores como Levi Strauss y Albert Camus.

-¿Le fue útil?

-En Arquitectura me enseñaron a matar dragones que luego no encontré en la calle. Me enseñaron a pensar. En tercero dimos la lingüística estructural de Rodríguez Adrados y la transformacional de Chomsky porque el profesor de Estética y Proyectos estaba tan seguro de que la arquitectura era semiótica, y no una solución habitacional, que dijo que un templo griego era una cadena sintagmática. Leí «Tractatus», de Wittgenstein, y cuando quise saber qué era arquitectura me fui a Le Corbusier. Me tragué «El año pasado en Marienbad», pero disfruté con Visconti.

-¿Qué le trajo a Oviedo?

-Asturias era la segunda región en producto interior bruto y Cádiz, la 51.ª. Vine donde había trabajo con otro compañero de carrera, también casado, y nos instalamos en Marqués de Teverga en 1975.

-¿Qué le pareció Oviedo?

-Conocía ciudades, pero la encontré la más abierta de todas. Sevilla es impenetrable, te abren la cancela, mientras que en Oviedo te hacen pasar hasta la cocina. Recién llegado pedí un crédito de 200.000 pesetas en la Caja de Ahorros -no era poco- y al quinto día tenía tres avalistas. Asturias es el pueblo más abierto para recibir al forastero. Como siempre había sido forastero, vine a dar al mejor sitio.

-¿Educó a sus dos hijos?

-Mucho. Mi mujer era el toque de campana y yo el que admitía todo, jugaba, disfrutaba y gustaba del mundo con ellos. Mi mujer cuenta que cuando mi hija tenía un verdadero problema le preguntaba a ella porque sabía que yo iba a darle la respuesta pasota. Los dos son encantadores, cada uno en su modalidad. Mi hija Elena, farmacéutica, 37 años, casada en Holanda, es germánica, rigurosa, disciplinada. Mi hijo Daniel, piloto civil, 32, casado en Miami (Florida, EE UU), es afable y optimista más allá de lo admisible. Han tenido la suerte de dos matrimonios ejemplares. También son dos forasteros perfectamente adaptados, como yo.