A partir del 31 de julio, los mandos militares republicanos, ante la falta de avances en los ataques al Simancas, decidieron concentrar sus esfuerzos en el cuartel de El Coto, que, pensaban, resultaría más fácil de conquistar y su caída proporcionaría un éxito militar que contrarrestaría el efecto negativo que los bombardeos del «Cervera» causaban entre la población.

Para contrarrestar los ataques contra el cuartel de El Coto, el 3 de agosto, el crucero «Almirante Cervera» bombardeó objetivos civiles en Gijón. Los puntos a bombardear eran señalados por el coronel Pinilla del Simancas, que los comunicaba al cuartel de El Coto, donde disponían de radio y transmitían las órdenes al «Cervera». Desde el «Cervera» eran conscientes de la poca eficacia militar de sus bombardeos. Su jefe, Salvador Moreno, en un informe que envió el 3 de agosto al jefe del Estado Mayor de la base naval de El Ferrol, decía: «El emplazamiento de los cañones varía a diario y de ahí que mi cooperación sea aparatosa más que eficaz. El efecto moral de mi presencia y cañones es enorme, y así lo manifiestan tanto el comandante militar como el jefe de zapadores [?]. Mi cañoneo causa serios disgustos a los dirigentes y fuerzas rojas. Mi fuego sobre el Ayuntamiento debió sorprenderles y desmoralizarles; hasta hoy no fue tomado como objetivo».

Poco a poco los bombardeos del «Almirante Cervera», pese al escrúpulo que por ello manifestaba su comandante en algunos de los radiogramas transmitidos, se fueron dirigiendo a otros objetivos que los estrictamente militares. Desde los cuarteles gijoneses parecían tener claro que la única forma de hacer callar los cañones de los republicanos era disparando contra la población, según dejan translucir algunos radios, como éstos del 2 de agosto: «Están cañoneando cuartel Zapadores. Urge objetivo población y Santa Catalina. Dice Comandante Militar Gijón no pierda de vista Gijón y tan pronto oiga fuego de cañón, bata objetivo población y Santa Catalina». Una hora después: «Ruego bombardee Catalina y Ceares, apague fuego cañón batiendo objetivo población». Y el 3 de agosto, a las 20.50, el «Cervera» cursaba a la base de El Ferrol dos radios en los que comunicaba: «Se me pide bombardee objetivos casco población. Procedo a ello olvidando riesgo personal civil». Y el segundo: «Acabo bombardear Sta. Catalina, Sanatorio Covadonga, Ayuntamiento, Plaza Toros, con gran satisfacción guarnición expresada por sus Jefes en telegramas efusivos».

En múltiples ocasiones, los proyectiles del crucero cayeron y explotaron lejos de los objetivos propiamente militares, desde los que se hostigaba a los cuarteles. La aviación nacional, con una presencia menos continuada, también dejó caer sus bombas sobre una población que en apenas un mes empezaba a estar ya muy castigada. Poco a poco se fueron generando unas tensiones que explotaron en la tarde del 14 de agosto, tras un cruel bombardeo de la aviación nacional que provocó más de medio centenar de muertos y numerosos heridos.

El 14 de agosto, a las doce y media, hicieron su aparición sobre Gijón tres aviones Breguet nacionales de la base aérea de la Virgen del Camino (León). Hasta entonces, los aviones nacionales que sobrevolaban la ciudad dejaban caer suministros a los sitiados y luego algunas bombas a los sitiadores. Por ello no se había impuesto aún la costumbre de correr a buscar refugio en sótanos u otros lugares adecuados. Sí se hizo a partir de entonces. Esta vez, los proyectiles cayeron en diversos puntos de Gijón, pero donde se produjo el mayor número de víctimas mortales y heridos fue en las inmediaciones del cuartel de la Guardia de Asalto, en el antiguo Instituto Jovellanos, y en la estación del Ferrocarril de Langreo. El bombardeo se volvió a repetir por la tarde. Las bombas fueron a caer sobre un edificio en las inmediaciones del Parque Infantil, en el paseo Juan Alvargonzález, en la calle Corrida, en un edificio contiguo al teatro Robledo y en la calle Cabrales, al lado del Hospital de Caridad. Según la prensa gijonesa, el número de personas que resultaron muertas fue de 54, y el de los heridos, muchos de ellos graves, de 78.

La acción, como otras muchas que se sucedieron en la guerra, no tiene justificación. Lo que ocurrió después, tampoco.

La reacción popular no se hizo esperar. Por la tarde, una multitud se concentró ante la iglesia de San José, adonde habían sido trasladados unos días antes unos doscientos detenidos desde la Iglesiona. Comenzaron a sonar voces: «¡A por los presos! ¡A por los presos! ¡Que no quede uno!». Los vigilantes trataron de impedirlo, pero al final el gentío consiguió entrar en el interior del templo. Comenzó inmediatamente una selección de los presos, en la que unos colocaban a algunos en la cola mientras otros retiraban a algún conocido. Romualdo Alvargonzález, diputado de la CEDA y personalidad muy conocida en Gijón, fue puesto y retirado varias veces de la fila. Junto a él estaba Mariano Merediz, abogado y miembro destacado del reformismo gijonés, que había defendido en más de una ocasión ante los tribunales a obreros cenetistas, que también fue retirado de la cola, a donde volvía para no dejar solo a Alvargonzález, que, medio ciego, se encontraba en muy penosas circunstancias. Ambos, finalmente, fueron subidos al primer camión que transportó a los presos hacia su trágico final.

Cargados en dos camiones y algún coche, unos fueron fusilados en Roces; otros, la mayoría, junto a los muros o en el interior del cementerio de Jove; alguno más, por la noche, en la playa de San Lorenzo. Entre los fusilados, además de los citados Alvargonzález y Merediz, se encontraban Tomás Basterrechea, Ramón Galarza, Alberto Paquet Cangas, los tres falangistas, el industrial Victoriano Echániz, el comerciante Emilio Quesada y otros, entre ellos varios religiosos. Aunque hay cierta disparidad sobre el número total de asesinados, la información enviada desde el Ayuntamiento de Gijón al fiscal de la Causa General, abierta tras la guerra, elaborada por las autoridades judiciales del momento, cifró en 69 el número de muertos por la represalia de la tarde del 14 de agosto.

El asalto de la iglesia de San José fue una expresión clara de lo que algunos historiadores han calificado de «terrorismo de masas tanto por el número de los verdugos como por el de las víctimas». Una situación similar se produjo ocho días después en la Cárcel Modelo de Madrid. En la noche del 22 al 23 de agosto, tras un bombardeo sobre Madrid y tras conocerse la noticia del asesinato de más de mil republicanos en la plaza de toros de Badajoz, se produjo otra saca de detenidos que fueron asesinados. Entre ellos se encontraban tres asturianos, personalidades destacadas de la política, Melquíades Álvarez, Ramón Álvarez Valdés y Manuel Rico Avello, estos dos últimos ex ministros durante República. Cuando se enteró de lo ocurrido, el presidente de la República, Manuel Azaña, quiso dimitir de su cargo.

En Gijón, el Comité de Defensa no tuvo ninguna intervención en estos hechos y los condenó. Al citado Comité llegó la confidencia de que una saca similar se iba a realizar el 15 entre los detenidos en la Iglesiona, y los dirigentes anarquistas Eduardo Vázquez y Avelino G. Entrialgo fueron al Instituto Jovellanos, donde se estaba preparando el asalto, y evitaron que volviera a repetirse la acción del día anterior. Consciente el Comité de Guerra de Gijón de la necesidad de poner orden, el 16 de agosto de 1936 se constituía el Tribunal Popular de Gijón, unos días antes de que el Gobierno de la República, por decreto de 25 de agosto, creara los tribunales populares de justicia «para conocer de los delitos de rebelión y sedición y de los cometidos contra la seguridad exterior del Estado, desde el 17 de julio del corriente año, cualquiera que sea la ley penal en la que se hallen previstos y mientras dure el actual movimiento subversivo...».

Mientras tanto, después de dos semanas, las defensas del cuartel de Zapadores estaban ya muy castigadas y su caída parecía inminente. El 15 de agosto, el acorazado «España» y el destructor «Velasco» relevaron momentáneamente al crucero «Almirante Cervera» en su misión de apoyo a los cuarteles gijoneses. Al día siguiente, aprovechando la ausencia del «Cervera», las milicias gijonesas lanzaron un ataque diurno sobre el cuartel de Zapadores, al que hasta entonces habían estado atacando sobre todo por la noche, para evitar las réplicas del «Cervera». Al anochecer del 16, el cuartel de El Coto cayó en poder de las milicias, mientras sus defensores conseguían pasar al de Simancas.

A partir entonces, toda la acción militar se volcó sobre el Simancas. El «Cervera» regresó a Gijón el 18, pero al no tener comunicación con el cuartel de El Coto, se mantuvo inactivo, desconocedor de lo que había ocurrido, de lo que no se enteró hasta la mañana siguiente.

Al anochecer del día 18 de agosto, el comandante Gállego se dirigió por medio de unos altavoces a los sitiados en el Simancas, a los que propuso respetar la vida a cambio de su rendición. No obtuvo respuesta. El 20 empezó la ofensiva final sobre el Simancas, en la que intervino toda la artillería republicana, colaborando también un avión gubernamental. A lo largo del día, se sucedieron los ataques, en los que intervino también el «Ascaso», un camión blindado por los metalúrgicos de la CNT y tripulado por libertarios, que avanzó sobre el cuartel para despejar el camino y consiguió derribar el portón del jardín exterior, aunque ya no pudo proseguir su avance. Los milicianos se acercaban a la verja exterior del cuartel y por el hueco abierto lanzaban bombas y cartuchos de dinamita hacia el interior. Desde las ventanas del segundo piso del Simancas, el fuego de las ametralladoras consiguió frenar el avance. Las bajas entre los defensores del Simancas fueron muchas, y también fueron abundantes entre los asaltantes.

Poco después de las siete y media de la mañana del día 21 comenzó un nuevo ataque al Simancas, con la consiguiente preparación artillera. Hacia las 9 de la mañana, uno de los proyectiles lanzados impactó en la cubierta de la esquina suroeste del cuartel, cuya estructura de madera ya estaba al descubierto desde los bombardeos aéreos anteriores, y originó un incendio que rápidamente se extendió y adquirió grandes proporciones. Ello obligó a los defensores a abandonar el piso superior, desde donde su fuego de ametralladoras era más efectivo. El incendio se extendió y los derrumbes y el humo en el interior del cuartel hacían la situación insostenible. Los defensores se veían obligados a abandonar los pisos y bajar a las plantas inferiores. A lo largo de la mañana las fuerzas del Simancas se vieron obligadas a abandonar el edificio, en llamas y medio derruido, y se concentraron en el patio exterior. En los muros exteriores del recinto del cuartel ya se habían producido varias brechas por las que se internaron algunos milicianos.

El comandante Gállego trataba de demorar el asalto, pues esperaba que el incendio obligara a los sitiados a rendirse. A ello se les invitaba desde los altavoces: «¡Rendíos y os respetaremos la vida!». También se pedía por los altavoces a los milicianos que no se precipitaran a entrar para evitar bajas inútiles: «Es una orden del Comité de Guerra», se repetía una y otra vez.