Covadonga fue escenario a comienzos del siglo VIII de una batalla entre los astures liderados por Pelayo y las tropas musulmanas que dirigía Alkama, encuentro que se saldó con la victoria de los primeros. Es discutible la fijación exacta de la fecha en la que se produjo el enfrentamiento y, lo mismo, su magnitud y la cuantía de las tropas que participaron en el choque, pero lo que resulta indudable es que Covadonga marcó un punto de inflexión tras la invasión musulmana de España en 711 y la consiguiente caída del reino visigodo de Toledo. Con Covadonga surgió el «reino de los astures», como se dice en la «Crónica Albeldense», redactada en el año 883, que con el tiempo fue extendiendo su área de dominio y trasladando hacia el Sur sus fronteras y capitalidad, al tiempo que cambiaba su titularidad, hasta terminar ocho siglos después con la total recuperación del territorio peninsular ocupado por los musulmanes tras la conquista de Granada por los Reyes Católicos en 1492.

Este proceso, que no fue uniforme ni constante en tan dilatado período de tiempo, es conocido con el nombre de «reconquista», palabra que nunca fue utilizada durante los ocho siglos que duró. Se hablaba entonces de «recuperación» y la ideología que alimentó todo el proceso aparece ya expuesta a finales del siglo IX en la conocida como «Crónica de Alfonso III», relato histórico que se ha conservado en dos versiones y cuya redacción fue promovida probablemente por el rey Alfonso III. Las dos versiones de esa «Crónica» dan gran realce a la batalla de Covadonga. Antes del choque, según ella, se produjo un diálogo entre Oppa, obispo de Sevilla y hermano de Witiza, penúltimo rey visigodo, que instaba a Pelayo a entregarse y pactar con los árabes. Pelayo respondió al obispo con unas palabras que condensan esa idea de «recuperación» del perdido reino godo, del que los reyes asturianos, al menos desde Alfonso III, se consideraban legítimos herederos.

«Ni me uniré a las amistades de los árabes ni me someteré a su imperio [?]. Pues confiamos en la misericordia del Señor, que desde este pequeño monte que tú ves se restaure la salvación de España y el ejército del pueblo godo?». El texto entrecomillado es parte de la respuesta que Pelayo dio a la propuesta de Oppa, según la versión conocida como «A Sebastián» de la «Crónica de Alfonso III», muy similar a la recogida en la otra versión conocida como «Rotense».

Antes de la batalla, Covadonga era ya un lugar singular de culto cristiano. Según la «Crónica de Alfonso III», en la cueva había una iglesia dedicada a la Virgen Santa María. En el relato de la «Crónica», el apoyo divino a la causa de Pelayo y los astures fue decisivo en el resultado, pues las flechas y piedras lanzadas contra los refugiados en la cueva de Covadonga, cuando «llegaban a la iglesia de Santa María Virgen, que está dentro de la cueva, recaían sobre los que las lanzaban y hacían gran mortandad a los musulmanes». Fue así como pese a la inferioridad numérica, los cristianos astures consiguieron derrotar totalmente a los musulmanes.

La primitiva iglesia que existía a comienzos del siglo VIII no debía ser más que una simple construcción de madera encajada en el hueco natural de la cueva, similar a otros santuarios rupestres que existían en otras partes de la mitad norte de la Meseta. La tradición atribuye a Alfonso I, rey de Asturias entre 739-757, la fundación de un monasterio en Covadonga. Ningún apoyo documental cierto tiene tal noticia, pues en el real sitio no se conservaba ningún papel ni documento antiguo ya en el siglo XVI, cuando visitó el lugar Ambrosio de Morales, enviado por el rey Felipe II.

No obstante, hay otras pruebas documentales que confirman la existencia de dicho monasterio en Covadonga, al menos, desde el siglo XIII. El gran magnate Rodrigo Álvarez de Asturias dejó en su testamento, fechado en 1331, una manda de mil maravedíes para que se dijeran misas por su alma en el monasterio de Santa María de Covadonga.

En aquellos lejanos siglos medievales, aunque gozaba de gran devoción, especialmente en el oriente de Asturias y en las provincias vecinas de Santander y Burgos, Covadonga no tenía la trascendencia que adquirió posteriormente. Fue a partir del siglo XVI cuando se inició un movimiento de exaltación y reconocimiento histórico y religioso del lugar, en el que no vamos ahora a extendernos. Ambrosio de Morales, cronista de Felipe II, visitó Covadonga en 1572 y en la descripción que posteriormente hizo destaca, aparte de la belleza del lugar y la extrañeza y excepcionalidad del santuario de madera, que «parece milagro no caerse», la gran afluencia de romeros que acudían al santo lugar en su festividad de septiembre. «Se tiene gran devoción en esta tierra, y se hacen a ella grandes Romerías, y hay grande concurso el día de Nuestra Señora de Septiembre», escribió Morales en referencia a la Virgen de Covadonga y su santuario.

El número de peregrinos debía de tener tal magnitud que, en 1660, el ciego Gabriel Pérez de Bulnes solicitaba licencia al abad José González de Agüero y Bracamonte para vender retratos de Nuestra Señora de Covadonga. Veinte años más tarde, en el cabildo celebrado el 30 de septiembre de 1681, se alertaba de que los peregrinos «con los fierros de los bordones rompen y quiebran piedras de la peña y, cerca del sepulcro de don Pelayo, por la devoción que tienen en el sepulcro, teniéndolo en veneración de Santo», hecho que estaba poniendo en peligro la integridad del considerado primer rey de la Monarquía astur y vencedor de los musulmanes ante la cueva.

Pero fueron los asturianos ausentes de su tierra los que convirtieron a la Virgen de Covadonga y a su festividad en seña de identidad colectiva. En Granada, el 24 de febrero de 1702, se formó una Hermandad de Nuestra Señora de Covadonga por «montañeses», asturianos y cántabros descendientes de los que habían ido a repoblar la ciudad andaluza tras la conquista de los Reyes Católicos en 1492. En el siglo XVIII había en Granada un total de 315 asturianos y 49 santanderinos. Algunos años después, en 1743, se fundó la Real Congregación de Nuestra Señora de Covadonga de Naturales del Principado de Asturias en Madrid, que publicó sus constituciones al año siguiente. Tenía su sede en el madrileño convento de San Hermenegildo de las Carmelitas Descalzas, donde se levantó un altar presidido por la Virgen de Covadonga, según diseño hecho por el pintor Francisco Martínez de Bustamante, y las estatuas de los reyes Pelayo y Favila a sus pies.

En la ciudad de México, un grupo de asturianos levantaron a su costa un altar y retablo dedicado a la Virgen de Covadonga, realizado entre 1736-1737, que ocupa el ábside del lado del evangelio del transepto de la iglesia de Santo Domingo. Lo corona la Cruz de la Victoria. Posteriormente, el 3 de julio de 1784, se fundó en la capital mexicana la Congregación de Nuestra Señora de Covadonga, que se reunió por primera vez el 11 septiembre de 1785 en casa de Cosme de Mier y Trespalacios, del Consejo de S.M. y alcalde de Corte más antiguo en la Real Audiencia y Sala del Crimen de la provincia de Nueva España.

El desgraciado e infortunado incendio del secular santuario de madera de Covadonga, ocurrido en la noche del 17 de octubre de 1777, fue un aldabonazo que hizo revivir el interés por tan histórico y significativo lugar, movilizándose toda la sociedad con el propio monarca Carlos III a la cabeza.

Antes del incendio, durante el siglo XVIII, se habían hecho varias ediciones de estampas de la Virgen de Covadonga y su santuario, siendo muy famosa una que reproduce el santuario y sus alrededores tal y como eran antes de su destrucción, titulada «Puntual diseño del devoto santuario de María Santísima de Covadonga», dibujada por Antonio Miranda Cuervo, natural de La Venta (Santa Cruz de Illas) y grabada por Jerónimo Antonio Gil, zamorano, y fechada en 1759.

El pintor romántico Jenaro Pérez Villamil plasmó en una notable obra terminada en agosto de 1851 la impresionante procesión celebrada el 8 de septiembre de 1850 ante la cueva de Covadonga, en un momento en el que ya no existía el santuario de madera y se había suspendido la ejecución del grandioso proyecto de construcción de un nuevo templo realizado por Ventura Rodríguez, boicoteado, en palabras de Gaspar Melchor de Jovellanos, por «los más obligados a promover su ejecución», en referencia al Cabildo de Covadonga, que no había visto con buenos ojos el proyecto ilustrado de Ventura Rodríguez. Pérez Villamil, impresionado por el lugar y su significado, escribió en el «Álbum de Covadonga», el referido 8 de septiembre de 1850: «Prodigio de la historia de España, monumento sencillo de las primeras luchas de la Religión Cristiana, soledad sublime, bella y magestuosa, yo te admiro por tus nobles recuerdos y por tus portentosas perspectivas». Este pintor es autor también de otro óleo, realizado en 1846, titulado «La Cueva de Covadonga», que reproduce el interior de la misma, y que se conserva en el Museo de Bellas Artes de Asturias.

Por entonces, ya Covadonga se había convertido en una pieza fundamental de una interpretación de la historia de España que alcanzó un punto de inflexión con Modesto Lafuente, del que el primer volumen de su «Historia de España» apareció en 1850. Le siguieron otros 29 hasta 1867. En su interpretación histórica de la historia de España, Covadonga fue considerada «el principio de la independencia española», y su obra, en opinión de José María Jover, formó la «conciencia histórica de varias generaciones de españoles».

A finales del siglo XIX, merced al impulso del obispo Benito Sanz y Forés se reemprendió la reconstrucción de Covadonga, obra que llevó a su término el obispo Ramón Martínez Vigil, que consiguió acabar la nueva basílica y consagrarla solemnemente el 7 de septiembre de 1901. Unos años después, en septiembre de 1918, impulsado por el entonces cronista de Asturias y rector de la Universidad de Oviedo, Fermín Canella, se celebró con gran solemnidad el XII Centenario del inicio de la Reconquista, con la presencia de los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia. Para tal ocasión se convocó un concurso nacional para poner música al «Himno oficial del centenario de Covadonga», cuyo primer verso es el conocido «Bendita la Reina de nuestra montaña?», obra del agustino Restituto del Valle. El jurado que falló el concurso musical estuvo presidido por el famoso compositor Tomás Bretón de los Herreros y resultó vencedor Ignacio Busca de Sagastizábal, maestro de capilla de San Francisco el Grande de Madrid. El himno fue estrenado el 8 de septiembre de 1918 durante la ceremonia de coronación de la imagen de Nuestra Señora de Covadonga, oficiada por el cardenal asturiano Victoriano Guisasola, en presencia de los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia. La autorización papal para la coronación canónica de la Virgen de Covadonga había sido anunciada el 26 de marzo de 1917, y la corona, de oro, platino, perlas, rubíes, zafiros, rosas de Francia, brillantes y esmaltes, fue fabricada por el sacerdote y artista Félix Granda Buylla, natural de Pola de Lena.