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ANITA SIRGO SUÁREZ | Militante histórica del PCA

"La única pena que tengo es que todo lo que se consiguió fue a fuerza de palos"

"Pasé por interrogatorios y palizas en los que yo bien creí que me mataban, pero jamás dije ni pío y siempre salí con la cabeza bien alta"

Anita Sirgo, en su casa de Lada. FERNANDO RODRÍGUEZ

A Anita Sirgo la condenaron con poco más de treinta años a tres meses de cárcel y el pago de cien mil pesetas. Una fortuna en los años sesenta. Su hija mayor, Etelvina, una niña de 12 años, se quedó al mando de la casa. Sirgo había participado en buena parte de las movilizaciones mineras en las Cuencas que culminaron con la huelgona de 1962, entre ellas el famoso encierro de mujeres de trabajadores en la catedral de Oviedo. Las movilizaciones, para entendernos, eran traducidas por el régimen como desórdenes públicos. Huyó a París, se exilió dos años, pero retornó a Asturias, donde estaba su familia? y la prisión modelo.

"Me pasé cuatro meses porque como no podía pagar las cien pesetas de multa me cayeron otros treinta días. Cuando escuché la sentencia fue como si me hubiera tocado la lotería, porque las cosas pintaban mal".

Su vuelta a casa no mejoró las cosas. Una sociedad en ebullición, aunque la censura cercenara el papel de los medios y los toletes acallaran voces. A los muy veteranos de Langreo el nombre del capitán Caro no les es ajeno. Anita Sirgo se acuerda de él con frecuencia. Su paso fue efímero, pero dejó huella. "Hizo estragos", señala.

"Vino destinado a esta zona y lo primero que hizo fue organizase para saber quiénes eran los revoltosos. Yo creo que era el año 1963. Una mañana un policía me llamó a la puerta de casa y me dijo que me presentase, sin prisa, en el cuartel de la Policía Local, en Sama. Fui por la tarde, vi salir a Morita, una compañera, y me encontré dentro con Alfonso, mi marido, al que también habían convocado, y con Tina Pérez. Éramos las dos únicas mujeres allí. Nos metieron en el calabozo y nos pasamos horas hasta que a eso de las dos de la madrugada empezamos a escuchar que se abrían cerrojos y a oír golpes y gritos. Tina y yo comenzamos a llamarles asesinos a voces. Armamos tanto lío que nos sacaron de allí, y me encuentro con mi hombre y un compañero suyo, Tonín Zapico, en el suelo y reventados a golpes. En eso llegó Caro, llevaba una camisa blanca toda salpicada de sangre. Aquello era una carnicería. Nos tiraron a las dos al suelo, empezaron a darnos patadas y puñetazos, y yo creí que aquello era el fin, que nos mataban".

La pesadilla no finalizó ahí. "Al poco tiempo me sacan sola y me ponen frente a una mesa con varias fotografías. Eran de Ángel León, de Horacio Fernández Inguanzo y de Mario Huerta, entre otros. ¿A quiénes conoces? Y yo ni pío. A nadie. ¿Y a éste? ¿Y a este otro? Y venga a darme golpes. Conocíalos a todos, claro, pero salí de allí con la cabeza muy alta porque no dije nada. Volví a ver a Alfonso echando sangre por todos los lados, con el pelo rapado y el dibujo de una cruz en la cabeza. En uno de los interrogatorios, yo estaba sentada en una silla, el capitán Caro frente a mí y unos cuantos guardias detrás mío. Yo le pregunté: 'Pero usted no tiene madre?' Y él cogió un pisapapeles en forma de piña que tenía sobre la mesa y me lo azotó a la cabeza. Si no aparto la cara, me mata. Cogen una navaja de las de afeitar y empiezan a arrancarme mechones del pelo. Me lo destrozaron y para el calabozo. Cuando entré vi a Tina, tirada, hecha un cristo por los golpes. Una pesadilla".

Aquella locura fue desmontada desde dentro.

"El jefe de la Policía Urbana era un hombre que se llamaba Jesús. Cuando a la mañana siguiente llegó a la Comisaría y vio sangre por todas partes, ordenó entrar a vernos y se encontró con aquel cuadro, que había que ver cómo estábamos. Sin ponerse siquiera el uniforme se marchó a Oviedo a denunciar todo aquello, que también había que tener valor. Era una buena persona y llegamos a tener una gran amistad. Como todo en la vida, no se trata de ideas, se trata de la gente".

A Constantina Pérez y Anita Sirgo las trasladaron al cuartel de la Policía Armada, en Oviedo. "Dos días de interrogatorios, más fotografías, el comisario Ramos por allí, haciéndose el bueno, y para la cárcel. Yo para Oviedo y Tina para Gijón. Después la trasladaron a Madrid. Y así toda la vida. Se acercaba el 1 de mayo, me detenían una semana antes y no me soltaban hasta el día 2. Pero sigo apostando por lo pacífico, porque para violentos ya están ellos. La pena que tengo es que todo lo que se consiguió fue a fuerza de palos".

De aquellos días de palizas a Anita le quedaron secuelas. Por ejemplo, la sordera del oído izquierdo. Alfonso, su marido, estuvo una temporada de baja laboral. Alfonso murió en 1980. "Vino a comer una hermana suya, que se marchaba de vacaciones. Después de comer, Alfonso se empeñó en llevarla a casa. Por las escaleras se encontró con el cartero, que le traía una notificación, la metió en bolsu, se fue pal coche, dejó a mi cuñada y a la vuelta una furgoneta se lo llevó por delante. Duró ocho días en el hospital y nunca abrió aquella carta, que le decían que por fin le iban a conceder el régimen especial de la Seguridad Social por el que él tanto había luchado".

Cuando salió de la cárcel, Alfonso no volvió a la mina. "Trabajó como agente de seguros en La Previsora Bilbaína. Iba por los pueblos haciendo socios y se portaron con él de maravilla".

"Tuvimos dos hijas, tengo dos nietos y dos bisnietos. La familia compensa todo, mis yernos me adoran y me dicen que no me ocupe de los pequeños, que ya luché bastante. Los reúno a todos a la mesa en Navidad y por la fiesta del Nalón. Ideológicamente mis hijas se parecen a mí porque llevan la sangre de su padre y de su madre y han visto muchas cosas muy duras, muy injustas. Sigo pagando la cuota del PC y de Comisiones, la izquierda de verdad. Y no quiero parar nunca de luchar y de recordar a las que lucharon conmigo. Y vaya rollu que te acabo de meter, fíu".

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