Si el amor, la admiración y el orgullo pudieran medirse y cuantificarse de forma objetiva, ayer en Covadonga habrían hecho falta muchas balanzas y metros para calibrar las miradas y gestos entre Leonor, la Princesa de Asturias, y su padre, el Rey Felipe VI. La complicidad entre ambos quedó de relieve desde el principio y, aunque la buena educación siempre obliga a moderar gestos y expresiones de afecto, en este caso a Felipe de Borbón le costó en algunos momentos disimular lo mucho que quiere a esta niña llamada a ceñir un día la corona de España.

Llama la atención ver al monarca ejercer de padre, de esos que tienen toda la pinta de contar cuentos por las noches y compartir horas de ocio, aunque éstas sean escasas. Ya han quedado muy atrás aquellas imágenes del entonces Príncipe de Asturias durante sus veranos en Mallorca o de vacaciones en islas exóticas en buena compañía. Al Rey, como a la mayor parte de los seres humanos, la paternidad le ha hecho aterrizar en el mundo, madurar y ver la vida a través del horizonte de quienes llegan pidiendo paso. A los Reyes eméritos jamás se les detectaron esas debilidades. Eran otros tiempos. La Princesa dio ayer la impresión de ser una buena hija, atenta a los consejos de sus padres y, en esta ocasión de forma especial, a los del Rey, el auténtico espejo en el que se mira, como es natural, para asumir ese trabajo tan especial que le está reservado. Un buen hijo, en principio, siempre tiene más papeletas para ser una buena persona. En este caso la actitud de la Princesa de Asturias, por cierto, la segunda de apellido Borbón y la primera de la Historia que lleva sangre asturiana, abre una puerta a la confianza en que sea un día digna jefa de Estado para un país que, como bien ser encargó de resaltar el arzobispo de Oviedo, Jesús Sanz Montes, vive momentos difíciles.

Leonor es Princesa de Asturias y debe aprender a querer servir a cada rincón de España como si fuera suyo. Es en ese punto donde deben centrarse los esfuerzos. De nada valdrán los idiomas, los exquisitos modales y las habilidades sociales si la heredera de la Corona no es consciente de que su misión en este mundo, al menos por ahora, es la de trabajar sin escatimar esfuerzos por el bien común. Precisamente ese espíritu de servicio y entrega, para nada de moda, es la gran lección que dio al mundo la Virgen María, para los asturianos bajo la advocación de Covadonga, engalanada ayer con el manto rojo bordado en oro, pequeña y frágil sólo en apariencia; fuerte y convencida de su tarea en la práctica. Desde el máximo respeto a las creencias e ideas de cada uno, me atrevo a afirmar que la Princesa, calzada con bailarinas de terciopelo, recibió ayer una inyección de fuerza y valor desde lo alto de esas montañas en las que empezó la historia de España y de Europa. Covadonga es mucho más que un santuario, es un lugar que irradia energía.

Leonor también supera el concepto de una princesa al uso. Esta mujercita de casi 13 años representa el futuro: el suyo propio y también el de los niños y niñas que ayer la acompañaron, empezando por su hermana, la Infanta Sofía, a la que, si es inteligente, tendrá siempre muy cerca. La monarquía está construida a partir de símbolos, pero en Covadonga quedó claro que los nuevos tiempos se han instalado para siempre en la agenda Real. La Princesa estrenó vida oficial ante la Santina sin recibir los atributos del Principado que ostenta. No le hacen falta. Eso ahora es lo de menos.