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Un alquimista en la frontera

El libro de la historia contemporánea tiene en Areces al hombre que encontró en Gijón su laboratorio en busca de la ciudad de sus sueños

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La vida política de Areces, en imágenes: de Fidel Castro a Brad Pitt

Gijón no ha parado de moverse desde hace más de dos mil años. Ciudad inquieta, a veces impulsiva; universo pasional -casi siempre para bien- que modeló su propia historia a empujón limpio y en muchas ocasiones a contracorriente. Vicente Álvarez Areces, muy de Gijón él, encajaba en esa forma de ver las cosas y, de paso, en esa manera de gestionarlas. Su antecesor, José Manuel Palacio, le había dejado una ciudad en proceso de reinventarse tras unos años duros de lucha contra charcos y socavones, en favor de barrios olvidados y frente a muros invisibles que tenían que ver, como dice el historiador Guy Bois, con "la resistencia casi inagotable del sistema social cuya virtud primera es su fuerza de inercia".

Como antídoto de esa inercia paralizante, funcionaron la tozudez del opaco pero eficaz Palacio y las formas nuevas de aquel comunista "viejo" que apareció sin carné en la boca en el PSOE local (una familia, un clan, un pequeño régimen) y que hasta sus enemigos lo llamaban Tini. Una asambleona en la Universidad Laboral decidió los destinos del partido y de la ciudad. Palacio y Areces nunca se enfrentaron, en realidad. Tan distintos y tan iguales. Fueron alcaldes-frontera que se encontraron -cada cual a su tiempo- con una ciudad que eran dos ciudades. José Manuel Palacio la había puesto a caminar a paso de atleta, sin rumbo fijo; con Tini, Gijón echó a correr.

Las hemerotecas nos dan pistas impagables a la hora de la reflexión acerca de un tiempo dilatado. Tres meses antes de la toma de posesión de Vicente Álvarez Areces como alcalde gijonés, había desaparecido al fin el poblado chabolista de Villacajón, que no era el único del inframundo de la vivienda (ni fue el último en caer), pero sí el más representativo. Gijón se pasó lustros cerrando páginas del pasado. Casi sin solución de continuidad, las piquetas que pusieron fin en abril de 1987 a las chabolas de Tremañes iniciaron en julio los primeros trabajos de urbanización del Cerro de Santa Catalina. Una buena metáfora para explicar el curso de los acontecimientos.

Para redondearla, otra fecha, otro dato. En febrero de 1988, con Tini aún aterrizando en su Ayuntamiento, se descubrió parte del lienzo de la muralla romana que después fue medieval y, siempre, cantera inagotable para construir ciudad. De la conjunción de pasado y futuro nace la savia que alimenta el presente. El problema es que aquel "presente" vivido por los dos primeros alcaldes de la democracia era un día a día asfixiante y claustrofóbico, en el que los temas pendientes se amontonaban en inestable equilibrio en las comisiones municipales. Vicente Álvarez Areces se tomaba una tregua devorando un pincho en El Centenario o en La Botica, a una hora intermedia entre el almuerzo y la merienda, para regresar con aquellos andares que sonaban a prisa a la cruda realidad del despacho municipal.

Gijón era un mundo de costuras, que sangraba por la enésima reconversión, pero que se atrevía a mirar más allá del plano medio. Miró hacia el campus de Viesques, hacia el parque de La Providencia, hacia las playas de Poniente y El Musel. Miró hacia el horizonte en el "barco" con velas de hormigón de Eduardo Chillida.

Imaginemos unas cuantas páginas atrás en el libro de la historia contemporánea de la ciudad bimilenaria. Cientos de calles sin urbanizar, comprimida en sus martillos urbanísticos, sin un solo parking subterráneo, sin centros de salud, con su barrio marinero histórico convertido en un garito, con un problema gigantesco de recogida y tratamiento de residuos... y con fábricas cerradas y muchas otras en peligro. Puede que el caso gijonés no se haya diferenciado mucho de cualquier otra ciudad española costera e industrial. En todo caso aquí, en Gijón, se peleó duro y en esa pelea hubo sitio para todos.

A Areces le tocó el arranque del proceso de peatonalización y la gestión del plan especial de El Llano. Se trataba de abrir espacios a esa ciudad constreñida que nos dejó como herencia la inflación urbana de los años sesenta y setenta y la especulación sin cuento.

Sus colaboradores decían de Areces que llegaba todas las mañanas con una idea nueva rondándole; se equivocó muchas veces, pero eso formaba parte del "juego" de aquella política a la que comenzaba a llegar dinero suficiente como para ser atrevidos. Cuando fue nombrado alcalde supo que estaba llamado a ocupar un lugar en la historia mágica de la transformación de su ciudad, la del nuevo Muelle, la del remozado Muro; el Gijón de la senda del Rinconín y de los macroconciertos, el de la recuperación de tantos edificios históricos (teatro Jovellanos, Antiguo Instituto, Palacio de Revillagigedo, Biblioteca pública, capilla de la Trinidad...), en algún caso salvados literalmente de la ruina.

Me gusta más Areces como alcalde que como presidente del Gobierno regional. Supongo que a él le pasaba lo mismo. Saludos esporádicos aparte, la última vez que pude compartir unas cuantas horas con él fue hace apenas unos meses con ocasión de la apertura de la biblioteca matemática en el pueblo natal del profesor de la Universidad de Oviedo Santos González, en la provincia de Ávila. No estaba Tini allí porque le gustaran los números, que también, sino por ese forro polar de lealtad que nunca lo abandonó.

Gijón y Areces forman una curiosa y atractiva simbiosis. Hay en la política algo de alquimia, arte que no sólo es ciencia. A veces el alquimista se funde en sus fórmulas y pasa a formar parte de ellas. Gijón fue su laboratorio en busca de la ciudad de sus sueños. Se lo escuché en algunas de sus parrafadas sobre la cosa pública: "En política la principal arma es la ambición".

Ambicioso Tini, ambicioso Gijón, y guerreros ambos. Como debe ser.

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