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La diseñadora asturiana que viste de seda a la Preysler, Lady Gaga o Sara Carbonero

“A muchas ni las conozco”, confiesa la ovetense Adriana Iglesias

Adriana Iglesias, en el centro, junto a dos diseños con los que visitó a Isabel Preysler y Sara Carbonero

Adriana Iglesias (Oviedo, 1972) viste de seda a estrellas como Jane Fonda, Isabel Preysler, Lady Gaga o Hailey Bieber, esposa de Justin Bieber. La lista sigue por muchos otros rostros conocidos en España como Sara Carbonero o la cantante Aitana. Hace no demasiado tiempo lloraba en su coche ahogada por las deudas y agotada físicamente antes de presentar sus prendas a los ricos de Miami y Palm Beach; ahí estaba esta mujer duchándose en el aeropuerto de Barajas tras un viaje intercontinental para coger un taxi y reunirse con un consejero delegado de un banco para pedir, casi rogar, que le ayudase a salir del pozo en el que se encontraba, al borde del concurso de acreedores de una empresa, su marca de ropa, en la que había puesto todo lo que tenía y también lo que no. Logró una ampliación de capital y...

Iglesias se crio entre Oviedo y La Felguera, donde su madre trabajaba como profesora en los Dominicos y su padre en Hunosa. La Adriana niña estudiaba en el colegio de su madre y al salir de clase se iba a Oviedo, al Conservatorio, donde con 14 años ya estaba en octavo piano, pero también a casa de Purita de la Riva, su mentora musical. Allí, su padre se pasaba horas leyendo LA NUEVA ESPAÑA y escuchando a su hija. Como toda ovetense de su edad también bailaba en la academia Marisa Fanjul.

A la hora de entrar en la Universidad quería mezclar las cosas: “Era muy de Ciencias, pero me tiraba mucho lo artístico, así que decidí estudiar Arquitectura”, dice. No fue así, su padre la convenció para que estudiase Ingeniería de Telecomunicaciones, porque de aquella a los ‘telecos’ se los rifaban en las empresas. “Cuando se lo dije a Purita me dijo que haciendo ingeniería me iba a embrutecer”, recuerda.

Su padre tenía razón. Aunque reconoce que hizo la carrera “sin ninguna vocación porque de las 57 asignaturas me gustaba como mucho el 20 por ciento”, la acabó y empezó a trabajar en una multinacional: “Aquello era un despelote”. Nómina muy abultada, bonus, coche de empresa, viajes por todo el mundo, tarjeta oro de Iberia, pero… “No había nada que me moviese por dentro”. Cuando llegó a una boda conduciendo un flamante BMW verde su padre le preguntó “si estaba metida en algo raro”.

Siempre le había interesado mucho la moda, “pero como consumidora y espectadora”. Una crisis personal, con dos hijas pequeñas y un divorcio, hizo que esta mujer se replantease su vida, “quería enseñarles a mis hijas a hacer las cosas con esfuerzo y pasión y yo no lo estaba haciendo, así que decidí crear mi marca de ropa”.

Sus padres le echaron una mano, “cuando antes era yo la que les invitaba a sus vacaciones, no porque lo necesitasen, sino porque sentía que así les devolvía todo lo que habían hecho por mí”.

Isabel Preysler con uno de sus modelos.

Se trasladó a Valencia en busca del mar. “Para emprender no lo podía hacer en Madrid, tenía que ser en una ciudad como Oviedo o Valencia”, explica. Pensó en volver a Asturias, pero cuestiones personales la llevaron al Mediterráneo. Además en Valencia “hay muchas chicas que saben coser, es sencillo encontrar buena mano de obra”. Tanto que son 24 personas trabajando en el taller que, aparte, tiene una referencia asturiana. Se ubica en el palacio del vizconde de Valdesoto. “Cuando me enteré me entró una cosa por el cuerpo que llamé a toda la familia”.

Con su familia se subió un día a un monovolumen y se plantó en Montecarlo. “Llevé toda la ropa que había hecho, quería comprobar si de verdad se vendía”. Lo agotó todo. Con ese dinero viajó a Como, cuna de la seda, para comprar telas. “Allí había unos hombres sentados fumando que parecían de ‘El Padrino’, les pregunté por las telas y me mandaron a un sitio donde vendían restos de seda, lo compré todo”. De allí a Cannes y a seguir haciendo clientes. Después empezó a abrir espacios en Puerto Banús y luego en Madrid. Vinieron París, Nueva York y un pinchazo en los Emiratos Árabes, donde igual no debería haber ido.

Con problemas de liquidez, justo antes de la pandemia. Adriana viajó a Palm Beach y a Miami. Casi desesperada y mientras esperaba el vuelo se puso en contacto con Ana Patricia Botín, presidenta del Banco Santander. Al bajar del avión tenía una respuesta: la recibirían en Madrid a su regreso. El 12 de marzo de 2020, un día antes de que todo se parase “estaba firmando la ampliación de capital. Me salvé por los pelos, a los dos días me vencía el plazo para entrar en concurso de acreedores”.

Ahora ha cuadriplicado las ventas y sus trajes de seda aparecen en las revistas y pantallas de todo el mundo. Mujeres famosísimas lucen sus diseños. “Vivo muy bien porque vivo feliz”, dice. Parte de esa felicidad es ver a sus hijas orgullosas de su madre. Cuando las actrices favoritas de los adolescentes o la novia de Justin Bieber aparecen con uno de sus modelos “son ellas las que me lo dicen porque yo a muchas ni las conozco”. Fue lo que ocurrió precisamente con la pareja del hiperfamoso cantante, “me lo enseñaron las crías, aquella chica subiendo al avión privado de su novio con uno de mis modelos, pensé que no era mío, que me habían copiado, ¡pero era verdad!”.

Para ella que las famosas usen su ropa no tiene tanto mérito como haber sacado adelante el sueño. Hace los patrones y luego están las modistas: “Dedico más tiempo a las tablas de Excel, y creo que un diseñador me puede ver como una intrusa en el mundo de la moda y un empresario como una intrusa en su sector”.

¿Quién le hizo más ilusión cuando la vio con uno de sus modelos? “Pues Isabel Preysler, porque es una mujer muy elegante y que disfruta de la moda. También Sofía Vergara, que se debió de comprar un modelo porque no está en las agencias con las que trabajo”.

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