Análisis

Algunos remedios para la incontinencia legislativa

Hay una irreflexiva normación en masa que ya no emana solo del Parlamento español, sino de las 17 asambleas autonómicas y de nuestros 8.131 ayuntamientos, sin contar las incalculables disposiciones vigentes en la Unión Europea

Incontinencia legislativa

Incontinencia legislativa

Javier Junceda

Javier Junceda

Al frenesí legislativo, diarrea normativa, o nomorrea, Carl Schmitt lo llamaba legislación motorizada. Y Ortega, legislación incontinente que convierte al Estado "en una ametralladora que dispara leyes". Esa auténtica catarata regulatoria que ahoga a ciudadanos y operadores jurídicos, lejos de atenuarse, ha seguido experimentando un crecimiento exponencial, comprometiendo la clásica previsión del artículo 6.1 del Código Civil, según la cual "la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento". En las actuales circunstancias, resulta ilusorio hablar así, como advirtió en temprana hora Ramón Martín Mateo.

Aunque determinadas leyes, como las de procedimiento administrativo y del sector público –que están en el epicentro de esta espasmódica o compulsiva hiperactividad legislativa–, continúen refiriéndose con esnobismo a la better o smart regulation, hemos de reconocer nuestra incapacidad a la hora de atajar este eterno problema, que continúa generando graves inconvenientes. Solo recordar la tortura que padecimos en la pandemia, con normas que se aprobaban y derogaban sin ton ni son, exime de cualquier explicación adicional.

Esta irreflexiva normación en masa, además, ya no emana solo del Parlamento español, sino de las diecisiete asambleas autonómicas y de nuestros ocho mil ciento treinta y un ayuntamientos. Por no contar las incalculables disposiciones vigentes en la Unión Europea.

Como se puede advertir, mejor llamábamos polución a esta producción normativa que socava el propio diseño del Estado de Derecho, porque si las leyes nutren todo sistema jurídico, como nos enseñó Santi Romano, no pueden seguir considerándose estrellas desperdigadas por el firmamento legal. De ahí que la técnica legislativa deba velar ante todo por la unidad y coherencia del ordenamiento, impidiendo contradicciones normativas e iniciativas inanes. Los Parlamentos, sin duda, debieran cuidar más de lo que hacen de esa crucial homogeneidad y, en especial de la ausencia de disonancias entre disposiciones que forman parte de él, al margen de supervisar la calidad de cada ley.

Algunos remedios para LA INCONTINENCIA LEGISLATIVA

Parlamento Europeo / Christopher Karaba

El Tribunal Constitucional, en numerosas ocasiones, ha subrayado esto mismo que comento: que las normas no constituyen elementos aislados, sino que se integran en el ordenamiento y conforme a sus principios han de resolverse las antinomias y vacíos de su articulado. Pues bien, frente a estos atinados criterios, las incesantes y caprichosas modificaciones legislativas a las que asistimos a diario, o su intensa vocación de particularidad –próxima a las “leyes medida” de las que también hablara Schmitt–, conducen invariablemente a una preocupante fragmentación e incoherencia del sistema legal.

Cada vez es más frecuente la promulgación de normas superfluas o superpuestas, vulnerando la seguridad jurídica consagrada por el artículo 9.3 de la Constitución. También el Tribunal Constitucional ha considerado determinante esa certeza sobre el ordenamiento aplicable y los intereses que tutela, así como la expectativa fundada en el ciudadano de cuál sea el Derecho al que atenerse. La claridad del legislador es una meta principal para el derecho: si el contenido o las omisiones de un texto normativo producen confusión o incertidumbre en sus destinatarios acerca de la conducta exigible para su cumplimiento, o sobre la previsibilidad de sus efectos, estaríamos entonces ante una patente infracción del principio de seguridad jurídica.

Para tratar de paliar los perniciosos efectos de esta insufrible incontinencia normativa, se ha trabajado con intensidad en derecho comparado en las últimas décadas. Los alemanes, por ejemplo, han insistido en que, antes de legislar, hay que partir de la presunción de razonabilidad del derecho vigente. Y sopesar los pros y contras de cualquier nueva ley. Ese lógico principio de regulación mínima se ha extendido a otras naciones europeas, obligando a una ponderación de la oportunidad de cualquier naciente regulación, y de su correspondiente juicio de conveniencia. Como es natural, estas reglas tienen su mirada puesta en evitar los impulsos coyunturales u oportunistas que suelen estar detrás de la impetuosa génesis legislativa.

Ese indebido empleo de la actividad parlamentaria para abordar con apresuramiento o momentánea intencionalidad política las iniciativas legislativas no es, sin embargo, corregible por el Supremo Intérprete constitucional. Este ha reiterado que no puede sustituir la libertad de configuración del legislador, que es el primer y único encargado de determinar la idoneidad de una concreta regulación. Solo desde una deseable autocontención del poder legislativo –y de sensatez del ejecutivo al presentar los proyectos de ley–, cabría plantear una mayor simplificación del derecho, al no estar previstos controles de constitucionalidad sobre esta grave anomalía.

Observatorios de las leyes

En consecuencia, solo procede apelar aquí a que los Parlamentos dejen de una vez de limitarse a la mera revisión formal de las iniciativas legales, abriéndose a examinar el cumplimiento de los objetivos o finalidades que se persiguen con su aprobación. Hoy, en que las leyes se suceden a un ritmo endiablado, el legislador tendría que preocuparse mucho más por la eficacia de las normas que aprueba, evaluando como es debido sus resultados. Por eso, en épocas en que no se habla más que de "observatorios" para mil asuntos, no sería mala idea la de contar con ellos para apreciar el saldo positivo o negativo de las leyes. Esa evaluación normativa estaría en condiciones de verificar el grado de cumplimiento de los fines y resultados de las normas, a través de mecanismos que permitan su completo estudio.

A diferencia de los métodos usados para el análisis prelegislativo, la evaluación normativa que señalo tendría que centrarse en el posterior impacto de la ley en la sociedad, contrastando su necesidad o pertinencia, claridad, proporcionalidad, coste, transparencia, eficacia o eficiencia. Y no solo desde la óptica jurídica, sino de aquellos otros conocimientos concernidos por la regulación de que se trate.

Esta imprescindible evaluación legislativa se ha llevado al texto de ciertas Constituciones, como la suiza, o a leyes británicas y reglamentos parlamentarios germanos, una institucionalización que se ha materializado en la creación de órganos especializados gubernamentales o del poder legislativo –en el caso de Francia–, y en la previsión en las propias normas de mecanismos de autoevaluación periódicos, o de derogación automática, como en Italia. Incluso hay experiencias del sometimiento de este análisis evaluador a instituciones independientes externas para reforzar su credibilidad y neutralidad, como aquí podrían llevar a cabo las Reales Academias de Jurisprudencia o los Colegios de Abogados.

Simplifica, codifica, refunde y deroga

Para atajar este aciago fenómeno, los modelos conocidos apuntan a la simplificación, codificación, refundición y consolidación de la legislación, así como la derogación de las disposiciones desfasadas. Desde los años ochenta, la Unión Europea ha puesto en marcha innumerables programas en este sentido, de simplificación de la legislación y reducción de las cargas administrativas.

Ambos conceptos están íntimamente ligados, porque ha de recordarse que, a mayor frondosidad legislativa, mayor densidad burocrática y necesidades funcionariales. Con todo, esta loable estrategia no ha conducido hasta el momento a una reducción significativa de la legislación, sino que incluso ha podido incrementar la situación que censuramos, convirtiéndose en un cúmulo de logomaquia adicional.

Nótese además que, siendo en instancias comunitarias donde acostumbran a proponerse estas pías intenciones de reducción de su magma normativo a niveles razonables, en los últimos años este no ha dejado de aumentar, fenómeno que se ha extendido a su estructura administrativa y organizativa.

Concentrándose en la actualidad, la mayor actividad legislativa de los veintisiete en la transposición a sus ordenamientos del derecho de la Unión sería desde luego capital que las aspiraciones de simplificación europeas cristalizaran pronto en la realidad, porque eso traería consigo una mejora de la salud jurídica de cada Estado. No obstante, el presente continúa discurriendo por los tradicionales derroteros de inflación normativa de siempre, constituyendo una quimera hasta conocer el número de disposiciones que hoy en día se aplican en el espacio económico europeo en los diferentes sectores, precisamente por su infinitud.

También en Asturias

Descendiendo al concreto ámbito asturiano, el centenar y medio de leyes que componen el armazón jurídico sobre el que pivota nuestro marco institucional y socioeconómico –sin contar con la normación reglamentaria, local, estatal o comunitaria aplicable aquí–, precisan sin duda de su evaluación en términos de eficacia y utilidad. Mil setecientas cincuenta páginas, en letra pequeña, se necesitan para reproducir sus artículos. Aunque existan aún flecos pendientes de regular, como el del régimen local, una vez que el sistema normativo establecido en cumplimiento del Estatuto se ha coronado, debiéramos centrarnos en su debida actualización, tratando de dotarle del mayor grado de aplicabilidad posible.

Mal haremos si lo dejamos dormir el sueño de los justos sin operar en él las oportunas reformas, y mucho más si nos aventuramos a propuestas no solo innecesarias, sino que obedecen a ocurrencias o a esa coyunturalidad a la que más atrás me refería.

Toca ahora mirar con mayor esmero al contenido regulatorio de esas leyes, evitando que caigan en obsolescencia, y también de velar por su modernización al compás de los tiempos. E incluso podar el árbol legislativo en aquellos casos en que resulte preciso, como se ha ensayado en alguna legislación autonómica, como la balear. De ahí que no constituya ningún fracaso que una legislatura se salde con escasas leyes aprobadas, sino que lo haga sin haber intervenido en aquellas que requieran retoques o cambios para que nos puedan seguir sirviendo.

No parece que sea este el momento de nuevas leyes, por tanto, sino de leyes útiles y claras, algo bastante más importante. Y de destinar el quehacer parlamentario cotidiano a la defensa de sus políticas por los gobiernos y a su debido control por la oposición, dejando a un lado la máquina de hacer leyes y las rotativas de los boletines oficiales.

En 1908, Léon Duguit, uno de los padres del derecho público francés, escribió que "es un grave error creer que el progreso social se mide según el número de leyes nuevas que los gobernantes dicten. En un porvenir quizá no muy lejano, los gobernantes harán cada vez menos leyes, porque las relaciones de los individuos y de los grupos se regirán apenas mediante reglas convencionales que resulten de inteligencia para esos grupos".

Pese a que no haya acertado demasiado con sus pronósticos, sus palabras conservan intacta su vigencia más de un siglo después, porque ya hay tantas leyes que nadie está seguro de no ser ahorcado, como sentenció Napoleón. O, como dijo Tácito, "corruptissima re publica, plurimae lege", es decir: la república más corrupta es la que tiene más leyes.

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