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El malvado monopolio

La alarma sobre la llegada de una nueva empresa, la Enesa, que hizo peligrar las costumbres y hasta la moral en los espectáculos avilesinos

Afiche de "El lago de las damas", una de las películas censuradas en el Palacio Valdés. INFOGRAFÍA MIGUEL DE LA MADRID

Pedro Larrañaga, el avilesino protagonista de "La aldea maldita", empezó el año 1931 sorprendiendo a todos con una voz muy clara que salía de la pantalla del Iris. Hubo incluso quien dijo que estaba en Avilés. La transición del cine mudo al sonoro fue una especie de metáfora de aquellos tiempos en España. Se había pasado de los años mudos de la dictadura de Primo de Rivera a hablar alto y claro con las urnas que acabaron trayendo la Segunda República. Pero, como en el cine, eran años confusos, con partidarios de diferentes sistemas de gobierno.

Muy pronto se hablará del gobierno, pero, si me esperan unos párrafos, antes de hablar del gobierno de todos, he de hablar del gobierno del teatro que nos ocupa desde hace tanto tiempo. La historia del Palacio Valdés iba a ser otra con el cambio de década. Los espectáculos de Avilés cambiaban también, pues los escenarios, las pantallas y hasta los ambigús de la villa estaban en las mismas manos, respondían a los mismos intereses y acataban las mismas órdenes. En el primer quinquenio de los años treinta los regímenes cambiaban. En España, república; y en Avilés, monarquía. Se había entrado en el "reinado" de la Enesa.

Tan acostumbrados como estamos por aquí a estos acrónimos empresariales, uno diría que, a ojo, parece nombre de gran siderurgia, pero no, se trataba de una empresa de espectáculos que tenía bajo su batuta y delante de sus proyectores a todos los locales de Avilés. A todos.Ya no habría competencia entre los teatros porque, aunque tuvieran ofertas diferentes, estaban diseñadas desde el mismo lugar y para el mismo lucro. Una empresa de espectáculos con hechuras modernas que intentaba poner al día la oferta avilesina.

Precisamente buscando modernizar la plaza introdujo cambios en cosas pequeñas que repercutieron en pendencias mayores pues, con el tiempo, los avilesinos se habían acostumbrado a ir de una determinada manera a cines y teatros y, que les cambiasen lo menor, no pasó sin protesta, sin oposición ni revuelta.

El incendio prendió por las taquillas. De toda la vida de dios los espectadores de Avilés tenían la comodidad de comprar las localidades en comercios tradicionales que se repartían el trabajo. Las del Palacio Valdés se vendían en Casa Bayón, las del Iris en Casa Armando y las del Somines en el comercio de Núñez. Pero, miren ustedes por dónde, un delegado de la Enesa decidió en 1933 que ese era un sistema trasnochado y había que modernizarlo; eso sí, pensando dar al público "el máximum de comodidades y ventajas". ¿En qué consistía el cambio? En centralizar la venta de localidades, para cualquier clase de espectáculo, en la taquilla del teatro de 11.00 a 13.00 de la tarde y de las 16.30 en adelante. "Y***" lo criticó en una gacetilla rimada:

"Ni en casa de Armando ni en casa de Tesa / -que en todo momento abiertas están- / encuentras billetes. Ahora la empresa / quiere que más lejos vayas con tu afán".

Para el caso del Palacio Valdés había además otra intención: cambiar la situación de la taquilla para organizar mejor la circulación de los espectadores. Se trataba de cortar las corrientes de aire procedentes del vestíbulo, para lo que se pusieron cancelas en las entradas de General y Preferencia y se cerró la puerta principal para impedir que niños en busca de juegos o simples transeúntes en busca de abrigo o defensa de la lluvia (que esa era otra costumbre) entorpecieran la entrada al teatro.

No gustó. Ni un poco. Y empezó el motín. El lugar elegido para la taquilla (el mismo que tiene hoy) hacía recorrer toda la fachada a los espectadores. Toda por el exterior. En los días de lluvia se mojaban y chapoteaban en los charcos que poblaban una calle huérfana de asfalto. Y, como suele pasar, se mojaban más los de General, ya que no se les permitía acceder al teatro una vez comprada la localidad; tenían que entrar en la taquilla, salir a la calle, y retroceder en busca de la puerta de General. No sucedía esto con los de Preferencia, que compraban y se quedaban dentro. Tal injusticia provocaba un barullo enorme no exento de conatos de pelea entre los que salían del teatro (General) y los que entraban a él (compradores de Preferencia y General) en el reducido espacio de la taquilla. Cuando sólo funcionaba una ventanilla la cosa se agravaba tanto que había que retrasar el inicio de la función para esperar el acomodo de los que se habían entretenido en el abordaje. La empresa se enfrentó a la opinión pública y a la publicada y, como el cliente siempre tiene razón, la innovación taquillera duró un año. En el otoño de 1934 la taquilla volvió a su primitivo lugar, la empresa se mojó en el cambio y los de General se mojaron menos. Luego, durante muchos años, esa taquilla le perteneció a la amabilidad de María Teresa y Pío González Iglesias.

Pero hubo más. La cosa del monopolio estaba detrás. La reorganización alcanzaba también a las funciones de cine. Los pases semanales, llamados "gráficos", se instituyeron en la temporada de 1933 y en la siguiente se hicieron en sesión continua, desde las 17.15 a las 12.30 horas de la noche. Sesiones en las que se podía entrar y salir a cualquier hora. Estaban formadas por ocho películas en las que primaban las actualidades, sobre todo los "Noticiarios Fox" y la "Revista musical Eclair". Y el cambio arrastró otro cambio, el de los precios. Los de diario eran más económicos que los del fin de semana y subieron de 0,75 a 1 peseta. Lo mismo sucedió con las infantiles que pasaron de 0,40 a 0,50 e incluso 0,75 pesetas.

Y la protesta llegó más lejos pues el público decía que la Enesa hacía y deshacía a su antojo porque la ausencia de competencia le daba patente de corso. Según las protestas, algunas organizadas en pliegos de firmas, las sesiones duraban no más de una hora cuando lo normal eran dos, pues el tiempo se iba en empezar con retraso, poner descansos innecesarios y ¡proyectar los créditos de las películas! Como lo leen: "Agotar la paciencia del público con aquella serie de rótulos referentes al nombre de la película, casa productora, nombre de los intérpretes, del director, del ingeniero, del arquitecto, del fotógrafo, del captador de sonido, etcétera, etcétera".

Las cosas se pusieron peor porque a todos estos males se sumó la calidad de las películas. Se decía que la empresa ya no ponía películas de primera fila, trayendo aquí lo que no se atrevía a programar en sus cines de Oviedo y Gijón. Eran malas porque sí, pero además, algunas, según los raseros del público más protestón, eran inmorales. Una polémica que nació con el estreno, en junio de 1933, de la película "Desnudismo", aunque la publicidad dijera que era "una película artística de los campos nudistas de Alemania de alto valor cultural y estético, signo de vigor y salud".

Se habían consolidado ya las funciones femeninas e infantiles, normalmente dominicales, donde ya aparecían los cortos de dibujos animados Disney. Allí la vigilancia de los defensores de la moral era más celosa no permitiendo escenas escabrosas, pero el cedazo era estrecho y los escándalos muy frecuentes.

Lo provocó en 1935, por ejemplo, "El lago de las damas", producción francesa con la bellísima Simone Simon antes de ser mujer pantera. También "La dama atrevida", "Mujeres peligrosas" o "El primer derecho de un hijo", estas en sesión infantil. De "Una cliente ideal", proyectada con "El mancebo de farmacia", se dijo que era "sal gruesa", "indecorosa" y "repugnante adefesio", "acreedora a pasar por la casa del censor y ser depositada en el cajón de los desperdicios". En la primera, el operador censuró escenas con veladuras e interrupciones cuando la cosa se ponía interesante, para enojo del respetable. Así que bronca en el teatro porque nada se veía y bronca en la calle porque, decían, se veía todo. Y como la empresa persistía y proyectó, en este caso en el Iris, "Casanova", recibió incluso la amenaza del periódico local que advertía: "Para prevenir nuevos ultrajes a la moral pública y la dignidad del pueblo de Avilés y evitar que los escenarios avilesinos se conviertan en cátedra de perversión, acudiremos al gobernador civil para que ponga a tales demasías definitivo remedio".

Suele pensarse que durante la Segunda República la permisividad en la libertad de expresión fue máxima. El artículo 34 de la constitución republicana prohibía cualquier normativa que la limitara, pero eso no se aplicó a las películas. Como en otros países, fueron pasto de censura por asuntos políticos o morales. El Ministerio de la Gobernación las supervisaba todas. El año de las protestas avilesinas, 1935, había supervisado nada menos que 1.181. Y algunas de ellas, muy pocas, eran prohibidas y otras exhibidas con cortes de cirujano. La Iglesia no estaba por el medio, pero sí los principios de una sociedad aún muy tradicional que, frente a lo que pueda pensarse, etiquetaba películas con la categoría "prohibida a señoritas".

Pero ese era el menor de los problemas de aquella sociedad...

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