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La otra realidad

El destino llama a la puerta

Sobre asuntos sin aparente explicación

El genetista y biólogo inglés, J. B. S. Haldane, escribió: "Lo que tiene que ser, será y nadie podrá evitarlo". El pasado 14 de marzo, se cumplió el trigésimosexto aniversario del fallecimiento del famoso e inolvidable naturalista e investigador, Félix Rodríguez de la Fuente. Su óbito, junto con el del piloto y dos colaboradores, acaeció sobre las 12.30 horas, en Alaska, a 25 kilómetros de la costa del mar de Bering. Allí se desplazó para rodar la carrera de trineos con perros más importante del mundo. La causa técnica fue el desprendimiento de uno de los hidropatines de la aeronave que desequilibró el aparato, provocando un volteo que no pudo ser corregido debido a la baja altura del vuelo sobre el rodaje. Poco antes de subir a su último viaje, comentó, como si supiera lo que le iba a suceder: "¡Qué lugar más hermoso para morir". A principios de esa semana había estado enfermo por un dolor de muelas, como si el cuerpo supiera de antemano su futuro inmediato e hiciera lo indecible para retenerle con vida y salvarle del cumplimiento de su aciago destino.

Tenía miedo a volar, como mi tío Antolín, que nunca lo había hecho, hasta que por motivos económicos o para cumplir la voluntad de una fuerza superior decidió trasladarse, desde la base militar de la Virgen del Camino, donde había estado toda su vida, a Zaragoza, donde empezó a volar en un Hércules del Ejército del Aire en calidad de radiotelegrafista. Ambos "accidentes" mantuvieron una sincronía y paralelismo realmente increíbles, harto inquietantes. Cuando le comenté, la última vez que lo vi, si no tenía miedo a sufrir un accidente como el que había experimentado el famoso personaje televisivo, me espetó, diciendo, que el Hércules era lo más seguro y que podía volar, incluso, con sólo uno de los cuatro motores que llevaba. Casi a la misma hora, pero dos meses y unos días después, el 28 de mayo, su avión se precipitó en la zona alta de la isla de Gran Canaria, habiendo despegado desde el tristemente famoso aeropuerto de Los Rodeos, dejando en la isla cerca de cien reclutas. Once militares, incluyendo mi tío, dejaron la vida inútilmente. Las explicaciones oficiales se remitieron a un fallo mecánico: el capitán era uno de los más avezados especialistas; los lugareños escucharon, antes de caer, ciertas explosiones internas en el avión: no llevaba la caja negra, que es de color naranja, ese dispositivo que registra la actividad de los instrumentos y conversaciones en la cabina para almacenar datos en caso de tragedia. La hipótesis del atentado militar se me impuso desde el primer momento: era la semana del Desfile de la Victoria y por entonces, como ahora, los ánimos del Ejército estaban bastante encrespados debido a la situación política y social imperantes y por los conatos separatistas, de Cataluña y el País Vasco, incluyendo Canarias, cuyo líder, Antonio Cubillo, fue uno de los principales sospechosos del evento. Me prometí a mí mismo dilucidar ese enigma antes de dejar este mundo.

Cuando tuve ocasión, le pregunté a Sabino Fernández Campo y al que fuera, por esas fechas, ministro de la presidencia, José María Otero Novas, si sabían algo al respecto: poca información plausible le ofrecieron. Sólo este último, como para hacerme un pequeño favor, me comentó, confidencialmente, que ciertos miembros del Ejército se habían infiltrado dentro de los presuntos independentistas canarios para recabar información y tenerles controlados. Lo dejo aquí, sé demasiado para no turbar la complicidad democrática y poner en solfa ciertos comportamientos no demasiado ortodoxos del sistema para favorecer a ciertas instituciones o prebendas: quien tenga oídos para oír, que oiga.

Cuando me encontré, varios años después, con el mejor vidente de España y uno de los metapsíquicos más famosos de Europa, Diego, Marqués de Araciel, le saqué el tema; entrando en mi presencia en un aparente trance mediúmnico me dije, sin discusión alguna, que los terroristas habían metido plástico en los motores del avión, siendo la causa de su caída.

Mi tío, el día en que voló, estaba de permiso; fue llamado porque quien tenía que hacerlo estaba de baja. El Destino, como nos revela de forma magistral Beethoven en su inmortal Quinta Sinfonía, llama a la puerta, es inútil pararle. Nuestra vida está plagada, para quien sabe ver, de coincidencias significativas, sucesos acausales, dimensiones intemporales en el terreno de lo visible, fenómenos de sincronicidad, hechos enmarcados en un profundo sentido de la existencia, dando orden y verosimilitud a la dimensión de una percepción más alta de la realidad.

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