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Fernando Álvarez Balbuena

Los fallos del sistema democrático

La descomposición de la política y la economía

Se ha desarrollado en la conciencia social, a la par de la idealización del sistema democrático, una creencia generalizada de que sus fallos evidentes se deben a que la clase política es ineficaz, mediocre y poco apta para representar los intereses de los ciudadanos y, menos aún, para ejercer el gobierno de la nación. Esta opinión que resulta ser mayoritaria, sea cualquiera que sea el partido que gobierne, no se puede sostener seriamente porque si los problemas políticos, económicos y sociales se pudieran resolver desde la inteligencia y la capacidad, las reglas básicas de la economía y del buen gobierno no se olvidarían tan fácilmente por parte de quienes ejercen el poder, (que, además, poseen una multitud de asesores), y se establecerían líneas de actuación que no hicieran tan evidentes las contradicciones y los cambios políticos, que tantas veces parecen absolutamente divorciados del interés general.

No son, pues, las personas que están en el poder las que por incapacidad intelectual o moral se equivocan sistemáticamente, sino que es la propia esencia de ese poder la que plantea problemas de muy difícil solución y que hace que la política y la economía se descompongan y caigan en la demagogia la una, y en el despilfarro la otra. Y ello es así porque para quien ostenta el poder político, la primera premisa, el primer objetivo de su función y el fin último al que tienden todos sus esfuerzos, es mantenerse en dicho poder indefinidamente, aunque sea con pactos contra natura.

Pero para mantenerse en el poder es necesario comprar los votos de una mayoría que, por desgracia, no votará siempre de forma reflexiva y responsable. Porque esos votos no se compran con mensajes de austeridad, con medidas impopulares de restricción, con programas de ahorro y con recortes del gasto público, antes al contrario, los ciudadanos, mayoritariamente, votarán a quien prometa gastar más, ya sea subiendo las pensiones, haciendo hospitales, creando televisiones, proyectando obras públicas faraónicas y propiciando cada vez más empleo público innecesario e improductivo, aunque para financiar ese gasto el Estado haya de endeudarse hasta límites peligrosos o subir los impuestos a los ricos, medida que, por otra parte, es generalmente muy celebrada por un amplio sector y hace creer a los ciudadanos poco reflexivos que apretando el tornillo fiscal a las rentas de las empresas y a los grandes patrimonios se está gobernando con justicia y se está beneficiando a los pobres cosa que, en realidad, está muy alejada de la verdad objetiva.

Así pues los partidos políticos saben que nadie aceptaría un mensaje sobrio y proyectado hacia el futuro, porque al ciudadano medio le interesa mucho más el presente y el presente se nutre de promesas de bienestar y de soluciones que llevan irremisiblemente a incrementar el gasto público.

De este modo resulta que si todo se reduce a conquistar el corto plazo, ya que el largo interesa poco, las promesas electorales se concretarán en los términos antes expresados, es decir; más y mejores prestaciones sociales y sanitarias, mayores pensiones, jubilaciones anticipadas, subsidios y subvenciones a proyectos poco o nada rentables, mayor contratación de funcionarios etc. etc., porque si las promesas se dirigen a inversiones en investigación o a fomentar una enseñanza estricta y de calidad, mediante programas y exámenes rigurosos, el voto se escapa y peligra la permanencia del partido en el poder.

Ese y no otro es el verdadero fallo del sistema, porque el verdadero Estado del Bienestar en una democracia liberal, como la que pretendemos tener, no se logra sino con esfuerzo, trabajo, creación de riqueza y, consecuentemente, con el aumento de la iniciativa privada, porque para que un gobierno, sea del color político que fuere, tenga la posibilidad de distribuir equitativamente la riqueza, antes esta tiene que ser creada y, como dice Gitta Ionesco: “No es el Estado quien crea la riqueza, sino las fuerzas productivas de la sociedad”.

Es una pena que verdades tan obvias, sean reiteradamente olvidadas. Sería bueno que tales verdades se enseñaran rigurosamente en la polémica asignatura de Educación para la Ciudadanía.

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