Crítica / Teatro

Lo que la conciencia se llevó de Qatar

José Padilla compone en "Run (Jamás caer vivos)" un ejemplo de teatro documental prodigioso

Saúl Fernández

Saúl Fernández

Escribió Juan Mayorga en su discurso "Razón del teatro" que "unas personas se separan de otras para representar ante éstas posibilidades de la existencia humana. Es un desdoblamiento asombroso. Da que pensar. En ese separarse y ponerse enfrente para representar la vida, los actores abren un conflicto". El dramaturgo José Padilla (Santa Cruz de Tenerife, 1976) sigue la estela del autor de "El Golem" con "Run (Jamás caer vivos)", el mejor de sus espectáculos hasta ahora: un puzle sobre "unas personas se separan de otras" que sólo puede tener cuerpo sobre las tablas de un escenario porque, otra vez Mayorga, "el teatro es el arte de la reunión y la imaginación" porque "el teatro es el arte del encuentro –y, por tanto, del conflicto – entre un actor y un espectador".

Vamos por partes.

José Padilla, el autor de "Perra vida", coge un episodio tan lejano como las revueltas de Hong Kong, un partido de la NBA en medio de China, los mundiales de Qatar y la violación de Paola Schietekat y hace un prodigio de conciencia. Todos estos elementos, en apariencia disímiles, cobran cuerpo en la prosa de un acertadísimo José Padilla. "Run. (Jamas caer vivos)" es una pieza de teatro documental perfecta donde el deporte de alta competición –otra aparente "reunión" mayorguiana– se convierte en la excusa para la pregunta mayor: la del precio de los principios. Esto, el poner precio a los principios, es una propuesta diabólica: indica que están en venta. Los principios, así, terminan siendo finales. "Tengo estos principios. Si no le gustan, tengo otros", que dicen que dijo Groucho una vez.

O sea, Padilla compone un drama y aprieta las sienes de los espectadores. Y lo hace de una manera que es difícil de rechazar. "Run. (Jamás caer muertos)" es teatro de tesis. No lo oculta. La alta competición sirve hasta que toca el dinero de sus promotores. Y los espectadores lo aceptan. Y no se callan. Como pasó con los miles de muertos de los estadios de Qatar, cuando el presidente de la FIFA, el italiano Gianni Infantino, dijo: "En Europa cerramos nuestras fronteras y no aceptamos trabajadores que vengan a trabajar legalmente. Sí los hay que vienen a trabajar ilegalmente. Y luego criticamos a Qatar. Hay una doble moral. Por lo que los europeos hemos hecho al mundo en los pasados 3.000 años, deberíamos disculparnos por los próximos 3.000. Pensémoslo antes de comenzar a dar lecciones morales a los demás".

Estas son las líneas de juego marcadas por Padilla. Y en esa cancha se juntan seis actores que verdaderamente acongojan. Cada uno de los cuadros del drama parecen teselas de terracota: todas juntas enmarcan el drama, sobrecogen al espectador y los deja sin habla. La actriz Lucía Trentini, por ejemplo, se transforma en la "diosa" del baloncesto Brittney Griner (detenida en Rusia poco antes del estallido de la guerra de Ucrania) por el poder de su talento, porque tiene un monólogo ferviente de Padilla y porque el espectador, a esa hora, necesita seguir recordando dónde está su conciencia.

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