Mente sana
Las negativas consecuencias de ser perfeccionista
Claves de cómo la elevada autoexigencia daña la salud mental
En esa extraordinaria película que es "El secreto de sus ojos" hay una línea de guion que dice: “El ‘pero’ es la palabra más puta que conozco. Te quiero, pero…; podría ser, pero…; no es grave, pero...".
"No, si yo no soy una persona perfecta, pero…".
Ese "pero" que dinamita lo que se pretende negar. Ese "pero" que delata sin ninguna duda la exigencia.
Igual es preciso aclarar que exigirse no viene mal. Ponerse objetivos y establecer metas sirve claramente para poder funcionar, para avanzar, para movilizarse hacia algo. Solo que, a veces, de forma tan rígida e idealizada que resulta dañina. "Tengo que poder con todo", "no puedo dejar esto sin hacer", "debería haber logrado…", "tendría que ser como…", "¿Y si fallo?", "no hacer nada es perder el tiempo". … Ya sea en la vida personal, ya sea en el trabajo, ya sea respecto a la imagen personal. O en todas las áreas a la vez. Resulta agotador y, como seres humanos, tenemos límites.
Lo curioso es que, cuando se percibe el agotamiento, en vez de ajustar y cambiar las expectativas, que sería lo más adaptativo, se cae con frecuencia en la idea de no sentirse capaz, de no valer para nada, promoviendo la frustración y la culpa, atentando contra los cimientos de la propia autoestima. No resulta difícil predecir las consecuencias si esto se produce de forma continuada. Problemas de ansiedad, de insomnio, de depresión o de pensamientos obsesivos, por ejemplo.
Y esto no surge por casualidad…
Crecer en un ambiente altamente exigente contribuye. Por ejemplo, cuando un hijo o hija llega con un 8 y se le dice: "Deberías haber sacado un 10, no te duermas en los laureles". Qué buena intención y qué nefasta metodología. Es fácil que se fomente, así, el desarrollo de un estilo de funcionar exigente y perfeccionista, según el cual, haga lo que haga, no se valore; que quizá le acabe generando dependencia de la opinión de los demás, que busque más la aprobación externa que la propia.
Además, el contexto social en el que nos desarrollamos no es inocuo. No está bien visto autodenominarse como una persona perfecta, pero se promueven y se premian la multitarea y la activación constante. Hasta el no descansar parece que se refuerza socialmente: "Yo es que no paro…", se escucha decir con orgullo. Consolidando la idea de que, si no se puede llegar a todo, es culpa de la persona –Ay, dichosa culpa…–. Las redes sociales no han hecho más que amplificar este fenómeno en el que la comparación social favorece el ponerse objetivos realmente inalcanzables.
Quizá vendría bien aprender a ser algo más minimalistas, tanto a nivel de las obligaciones que se asumen, como a nivel de las expectativas. No querer hacerlo todo bien, sino simplemente hacerlo y aprender de lo que vaya sucediendo.
Se puede también prestar atención al diálogo interno con el que se funciona, dejar de regirse por los "debería de" y los "tendría que". Tratarse con bondad, con amabilidad, darse permiso para ser seres humanos falibles. Y abordar los miedos que hay detrás de esa autoexigencia: miedo a fallar, miedo a las críticas, miedo a no responder a las expectativas de los demás, miedo a la incertidumbre… Miedos responsables de que muchas personas perfeccionistas se paralicen y dejen incluso de tomar decisiones.
¿Me permiten una última sugerencia? No vendría nada mal, de cuando en cuando, mandar la culpa a freír espárragos. Eso sí, sin "pero" que valga.
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