En un pequeño pueblo guipuzcoano una mujer, una española nombrada alcaldesa de la localidad, se enfrenta sola a una mayoría de vecinos que la insulta, la califica de «fascista», «nazi» y lindezas de ese característico estilo que los racistas y xenófobos vascos suelen exhibir contra los que no se avienen a sus majaderías.

El último acto heroico de esa mujer -que ha de ser permanentemente protegida por la Policía para que los vecinos no se la merienden- ha sido hacer ondear la bandera constitucional en su Ayuntamiento.

Cuando la inmensa mayoría de nosotros ni por asomo tendría el coraje de defender a cara descubierta el Estado de derecho que nos ha de amparar y proteger del totalitarismo, aún quedan personas que, a pesar del infinito miedo, de la constante sensación de peligro (recordemos que en esas tierras por mucho menos se asesina a la gente) y de una siniestra soledad, no se doblegan ante la tiranía de la pureza racial y luchan por la libertad, a riesgo de dejarse la vida.

Yo reconozco que, en una situación similar, dudo mucho de que tuviera el valor de esos admirables españoles.

Además, llegados a un punto en el que casi toda la ciudadanía dice ser vasca, vasquista, antiespañola y pro terrorista, qué quieren que les diga, sólo veo dos soluciones: imponer la ley a tortazo limpio -fórmula tan apetecible como inútil- o, sencillamente, que se vayan a la mierda, que se queden solitos. No creo que valga la pena derramar ni una gota de sangre por mantener un territorio habitado y dominado por fulanos que disfrutan con las bombas etarras, que nos consideran basura y que idolatran a los que asesinan a nuestros compatriotas. No merecen nada de nuestra parte.

A esa heroica Alcaldesa, y a otros muchos que se están jugando el pellejo todos los días, España -país que tiene la fea costumbre de olvidar a los que se parten el alma por defenderlo- les debe el máximo apoyo y reconocimiento. Sin embargo, cada día tengo más claro que sus esfuerzos son inútiles. Ya saben; no está hecha la miel para la boca del cerdo.