Hoy siento la necesidad de correr un balsámico velo y esconderme entre los pliegues de la ternura. Es un sábado cualquiera de este invierno loco de comienzos del 2014. Acabo de pasar por el puente de Seana y mis ojos, atentos a la circulación motoril, puesto que voy en coche, se fijan también, una vez más y van cientos de ellas, en la figura serena, si se quiere cansina pero también rítmica, de Tinso - su nombre de pila no me venía a la mente, aunque una luz se ha encendido y ahora recuerdo que se llama, oficialmente, Agustín Domínguez García - un personaje de historia, vida intensa, trayectoria original y bagaje para dejar como herencia. En estos momentos, como todos los días, camina hacia la estación de Renfe con el fin de viajar hasta Oviedo, donde tiene destino fijo desde hace un montón de años, es decir, la iglesia de San Juan El Real, de la capital carbayona, donde, en su día, con manos de cincel y pincel, restauró pinturas, bóvedas y demás adornos histórico-artísticos de este templo católico, al estilo de la Capilla Sixtina del Vaticano, con el peculiar detalle de que se le ocurrió la "osadía", ingenua muestra de un protagonismo muy peculiar, de poner su propia cara entre los apóstoles que asistieron a la última cena.

Una vez terminada la obra y en plena concordia con los regidores de la institución religiosa, sentó sus reales para siempre, jamás y todos los más o menos aventurados días que le quedan de vida, que no es posible calcularlos ni en pintura, porque su edad puede oscilar entre los setenta o los noventa años. ¿A qué sí?. Verlo circular como embebido en sus pensamientos, lejos de toda influencia mundana porque, además, para más inri, está sordo como una tapia y siempre lleva desenchufados los audífonos para no enterarse de nada. No le interesa. Si te pones delante de él y eres persona de confianza, entonces dibuja una sincera sonrisa en su semblante poblado de blanca barba, coloca los aparatitos e intercambia unas agradables y hasta simpáticas palabras, al igual que hace con algún viajero del tren que le cae aceptable, que, dicho sea de paso, deben ser todos los que le dan pie a una sonrisa.

Pero Tinso tiene su historia. Llegado hace ya unas cuantas décadas de las misteriosas arcadias de los valles gallegos, se instaló en Mieres, para buscarse una vida entre la realidad y la fantasía, realidad de un trabajo en la mina, y fantasía a través de su duende escondido en torno a la pintura, el dibujo y hasta la gracia del chascarrillo y el agradable chiste envuelto en cierta ironía que tantas veces plasmó en el papel impreso de revistas y periódicos. Su vida pudo llegar lejos, materialmente hablando, porque el ingenio y las facultades no faltaban. ¿Lo hizo la voluntad? ¿Le falló la ambición? ¿Era otro su destino lejos de los tentáculos del vellocino de oro? Vaya usted a saber.

Vivió y vive humildemente con cuatrocientos euros mensuales, hasta hace poco en una medio destartalada vivienda del barrio de Requejo donde, ahora mismo me confirman que sigue. Solo entiendo que todos los días, absolutamente todos, sábados, domingos y festivos incluidos, me aparece a la hora indicada, con esa lentitud de cálculo instintivo, por la inicial empinada cuesta del puente de Seana, dispuesto a tomar la segunda parte descendente, cruzar la carretera por el reglamentario paso de peatones y meterse en el tinglado real de la antesala del ferrocarril para trasladarse a Oviedo.

Reconozco que, en momentos de tensión, cabreos incluidos, malas pero que muy malas leches, la presencia de Tinso me sirve de bálsamo reparador para enfrentarme a las angustias de un día de laboreo. El tiene su historia y Mieres ha sido testigo de ella. Hace años la Asociación Santa Bárbara le brindó un agradable homenaje. Se agradece, pero a Tinso habría que abrirle las alas más, en un escenario abierto a toda muestra de popularidad, para corresponder a lo que él hizo de una forma natural, desinteresada, abierta y digna. Yo, por mi parte, siento la necesidad de seguir recibiendo, todas las mañanas, ese viento fresco y reparador de su figura cansina pero constante, de cada día, camino de su refugio donde, como disculpa, después de dejar su santo y seña con una perfecta restauración de los valores artísticos de la iglesia de San Juan de Oviedo, se dedica a las pequeñas reparaciones del conjunto, como un manitas cualquiera. Es un reflejo más de su forma de vivir y de ver la vida. No pide más.

POST DATA: A última hora recibo la noticia de que, por encargo expreso de una familia de Oviedo, acaba de pintar el retrato del bienvenido y bien hallado Papa Francisco. Y me aseguran que le quedó de rechupete. No esperaba yo menos.