La trascendental participación de la familia Rionda en el desarrollo de la vida local ha suscitado muchos interrogantes. Aunque no solamente, la respuesta a muchos de ellos podría estar al otro lado del Atlántico. Todas las historias familiares de emigración tienen muchas aristas y la prosperidad de la nuestra tiene su punto de partida en las plantaciones azucareras cubanas.

Manuel Rionda nace mediado el siglo XIX en la Plaza, en la casa que luego sería la tienda de Lustinda. Tuvo poco tiempo para jugar allí a piocampo como haríamos nosotros cien años más tarde. Sólo contaba con 16 años cuando viajó a La Habana siguiendo los pasos de sus dos hermanos mayores, a los que su tío materno Joaquín Polledo, que en aquellos años ya era un comerciante de fortuna en La Habana y Matanzas, había iniciado en el activo mundo del comercio del azúcar. Afortunadamente para él sería el primero en estudiar durante cuatro años en el estado americano de Portland. Los conocimientos adquiridos resultarían pronto decisivos para el desarrollo de su actividad empresarial.

El azar y la necesidad (fallecimiento prematuro de sus dos hermanos) le sitúan a finales del siglo como tutor de sus sobrinos al frente de los negocios familiares. Desde ese momento Manuel contaría siempre con sus allegados para dirigir las múltiples empresas en las que participó. Sin hijos, buscó y obtuvo el apoyo de su cuñado Pedro Alonso (que dirigió la plantación de Tuinucú) y de sus sobrinos, fundamentalmente de Manuel Enrique Rionda Benjamín al que finalmente adoptaría.

En los primeros años sus empresas sufrieron serios reveses por la inestabilidad del mercado mundial del azúcar originada fundamentalmente por la guerra hispanoamericana en la isla. Sin embargo, a finales de 1915, en plena Primera Guerra Mundial, logra sacar adelante su proyecto estrella, la Cuba Cane Sugar Corporation. Nada menos que 50 millones de dólares de capital social (1.220 millones de dólares 2015) y con la producción del 17% del azúcar cubano en un mercado claramente en alza por la crisis de la remolacha europea.

Y ahí es donde comienza nuestra historia. Prácticamente al mismo tiempo Pedro Alonso llega aquí a la Alcaldía, aunque sólo estará un año en el cargo.

Sin embargo, los proyectos impulsados por la familia Rionda-Alonso serán decisivos para Noreña: Fundación de enseñanza, al menos tres grupos de viviendas sociales en la plaza de la Nozalera, calle de Pío XII e iglesia (ahora llamadas de zapateros), cine y, cómo no, la traída de aguas. Además, también hicieron préstamos a bajo interés para ayudas familiares. Hay constancia de que el apoyo económico desde América fue permanente.

Por eso no son de extrañar las muestras mayoritarias de reconocimiento del pueblo a sus obras durante la tercera década del siglo pasado. Se inician con la participación en el entierro de Pedro Alonso para continuar con la visita en 1926 de un Manuel Rionda ya viudo de su gran amor Harriet Clarke, el descubrimiento de la estatua de Benlliure y la inauguración en la plaza de la Cruz de la traída de aguas comunitaria (1929).

¿Y después qué sucedió? Solamente el olvido cómplice y la desaparición progresiva de su enorme legado. Se suele decir que la historia la escriben los vencedores y nuestros personajes no lo fueron en la desgraciada guerra civil. Las rivalidades políticas locales por su apoyo al partido Reformista de Melquíades Álvarez pesaron más que la denodada lucha familiar por llevar a Noreña hacia el futuro. Trabajando incansablemente en sus empresas, Manuel y su hermana Ramona fallecieron lejos de su tierra añorando el cariño de su pueblo. Aunque es una historia con un final infeliz también para los noreñenses todavía no es el final de la misma.

"El olvido que seremos" (Héctor Abad Faciolince); "Manuel Rionda" (Carlos Monasterio Escudero); "Noreña en tiempos de Pérez de Ayala" (Contigo, 2007); "Noreña entrañable" (José Manuel Fanjul Cabeza, 2008); "El barón del azúcar. Manuel Rionda y las fortunas de la Cuba precastrista" (Muriel McAvoy 2003); Archivo Fundación Braga Rionda, Florida