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La estrella es cocinar en Noreña

El chef Aurelio Martínez regresa a la Villa Condal tras años fuera: "Quiero reinventar la cocina local"

Aurelio Martínez, en su restaurante de Noreña. A. I.

A la entrada de Noreña, un cartel advierte de que el visitante se adentra en una villa gastronómica. Lo sabe Aurelio Martínez, que, aunque nació en Valdesoto hace 39 años, se crió en la Villa Condal. De allí salió hace casi dos décadas para convertirse en el chef que es hoy, momento en el que ha regresado "para reinventar la cocina local".

Después de muchas horas tras los fogones, Martínez sale de la cocina con una sonrisa, su característica gorra y una copa de vino rosado, y señala a los cuadros que decoran su restaurante, El Carbón. "Los hice yo", cuenta riéndose y mostrando también un maniquí de mujer con collares que decora la estancia. "La gente lo pone todo de Ikea o contrata al decorador de la Preysler".

Martínez es irreverente, respeta la tradición, pero pretende "darle un toque personal". Su comida tiene un discurso que se sostiene y él huye de lo pretencioso: "No me vuelve loco recibir una estrella Michelín, la estrella es que la gente venga a comer. Imagínate que me la dan y un día me empiezo a pasar con el punto de sal. Hay mucha gente en esto que ha muerto de su propio endiosamiento".

Sus orígenes le hacen mantener los pies en el suelo. Recuerda que cuando cumplió la mayoría de edad "no había frito un huevo y tiraba los filetes a la sartén desde el cuarto piso".

Se animó a probar en la escuela de hostelería "por un amigo que cocinaba para la realeza de Qatar". Entró de prácticas en el hotel Samoa, "cuando se daban muchas bodas", y después pensó en probar fortuna en Salou. "Vi un anuncio en el periódico, dije que me iría para dos años y estuve 12", rememora.

Volvió a Gijón primero, luego cocinó con Pepe Ron y también pasó por Deloya. Esa experiencia le sirvió para plantearse la posibilidad de buscar un proyecto personal y tanto que lo hizo.

Hace varias semanas que abrió El Carbón y ya se habla de el en toda la Villa Condal. "Hacemos una cocina sensata, mantenemos cuatro cosas que se piden mucho y que hay que tener, pero luego vamos cambiando la carta permanentemente. Quien entra por esa puerta se adentra en una distopía", resume. Si bien el resultado a la vista es más bien una utopía ecléctica. El restaurante es una gran cocina de carbón, a la entrada una bañera pequeña enfría la sidra y del techo sobre la barra cuelgan unos pollos de plástico de juguete.

Todo forma parte de una atmósfera silenciosa, estudiada, que reafirma su discurso: "Aquí buscamos dar una experiencia, un trato especial y que todo esté bueno", comenta.

Con su aspecto juvenil, tatuajes, piercings y gorra, -"¿quién iba a imaginar un chef así?", ríe- espera conquistar el paladar y el corazón de sus vecinos, desde el carbón.

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