Buscar nuevas informaciones sobre algunos aspectos de nuestra historia reciente a veces acaba resultando agotador y en ocasiones se convierte en una misión imposible. Los archivos ofrecen cifras y datos fríos e inmutables y cuando los documentos tienen notas personales o comentarios al margen se trata siempre de impresiones que no pueden tenerse en cuenta porque no son imparciales y sólo reflejan las ganas que tienen los escribanos de agradar a sus respectivas autoridades. Con las entrevistas personales sucede lo mismo, no hay problema a la hora de cantar las propias alabanzas o las de los parientes próximos y hay quien te relata con detalles exquisitos actos que presenció hace setenta años cuando él tenía 3, pero si lo que se busca es la confirmación de algún hecho violento o desagradable nadie se acuerda de nada.

Me consta que la documentación sobre la Falange mierense fue vendida al poco de iniciarse la transición a un cartonero, al peso y sin que nadie tuviese ni intención ni ganas de que se conservase, aunque quien pudo echar un ojo a las carpetas no encontró nada que se alejase de lo habitual y parece que los apuntes se reducían a listados periódicos de militantes, cobro de cuotas y gastos, algunos fijos como las suscripciones a revistas patrióticas y los desplazamientos de los jefes a Oviedo y otros puntuales como la adquisición de banderines o la reparación de una peana para la imagen del Sagrado Corazón. Lo peor es que lo mismo que pasó con los papeles sucedió con la memoria de los protagonistas, y los hechos también pasaron intencionadamente al olvido.

A pesar de todo, de vez en cuando, andando detrás de otras cosas me encuentro con reseñas que ponen de manifiesto que la actividad de los falangistas locales no se limitó a su actividad de cachiporra y a las historias de posguerra o no tan allá que todos conocemos y que no se diferencian en nada de las que se repitieron por toda España, sino que también en tiempos de guerra tuvieron su proyección lejos de Asturias. Y esto es lo que sucede con la llamada Bandera Falangista de Mieres, que se formó casi en el mismo momento en que la contienda tocaba a su fin en el Caudal para combatir en diferentes frentes de la mitad norte peninsular. La guerra civil acabó para los mierenses el 22 de octubre, tras la rendición de cerca de diez mil milicianos y el rápido cambio de inquilinos en la cárcel que se había instalado en los sótanos del convento pasionista; en pocas horas los carceleros pasaron a ser presos y viceversa; ya saben, cosas de este país. El primer y breve alcalde de los vencedores fue Reinerio García Sánchez, que enseguida fue sustituido por José María García Comas, al que reemplazó en pocos meses Enrique Laviña y en 1940 se sentaba en el sillón municipal José Domínguez Domínguez.

Estas mudanzas tampoco resultaban extrañas en una época en la que la política partía de cero. Me explico: el 19 de abril de 1937, Franco había decretado, por supuesto sin consultar a los auténticos falangistas, los «camisas viejas», la unificación en un solo partido de todas las ideologías que apoyaban el alzamiento, así nació la llamada Falange Española Tradicionalista y de las JONS, donde se vieron obligados a convivir admiradores del fascismo más puro, carlistas, católicos, monárquicos e incluso los restos de la antigua CEDA. La decisión no estuvo exenta de polémica y acarreó enfrentamientos violentos entre los dos grupos principales de falangistas, encabezados, respectivamente, por Sancho Dávila y Manuel Hedilla, hasta que este último acabó con sus huesos en la cárcel.

Todos estos avatares tuvieron su reflejo en los vaivenes políticos que afectaron a muchos municipios, entre ellos el mierense, pero nuestro pueblo se había convertido, arrastrando su propia leyenda revolucionaria, en un trofeo que había que exhibir y no quedaba tiempo para estas cuestiones. Los vencedores empezaron pronto a desfilar por sus calles ajenas a los debates internos del régimen. El primero en dejarse ver fue el fundador de la Legión, José Millán-Astray, y poco después, en abril de 1938, mientras la actividad bélica se recrudecía en otras zonas, llegó el secretario general del Movimiento, Raimundo Fernández Cuesta, para pronunciar ante las fuerzas vivas y los atónitos vecinos de la villa un discurso en el que explicaba que se encontraba allí en representación de la Falange para proclamar la unidad entre las tierras de España, ya que Mieres había sido «en el corazón de la cuenca minera, principal campamento de la dominación marxista, de las internacionales rojasÉ». Precisamente por aquellos días se estrenaba en combate la Bandera Falangista de Mieres después de un entrenamiento militar intensivo de tres meses, desde el 7 de diciembre de 1937 hasta el 7 de marzo siguiente. El campamento de prácticas había estado en la localidad alavesa de Murguía y el instructor había sido el capitán Cañedo. Murguía, que está emplazada en las estribaciones del monte Gorbea, cercana a Izarra y a unos 25 kilómetros de Vitoria, era entonces un pequeño núcleo rural. Su clima, ya de por sí duro y extremo, se vio afectado aquel año por uno de los inviernos más fríos que registró el siglo XX en España. Fue una temporada marcada por la disciplina en la que apenas quedaba tiempo para otra diversión que no fuese la pesca de las buenas truchas que abundaban en su río. Entre los voluntarios de la Bandera, convivieron aquellos que exhibían su fervor joseantoniano con los que se habían alistado para intentar disimular un pasado izquierdista que ponía en riesgo su pellejo si decidían seguir en Mieres, y, entre éstos, no faltaban tampoco quienes sufrían en silencio la circunstancia de conocer que en el convento de los Padres Paúles de la misma localidad estaba también emplazado uno de los dos campos de concentración que recibían prisioneros asturianos en el País Vasco -el otro era el de Nanclares de Oca-. Allí, sabían de las penurias de algunos amigos e incluso parientes que esperaban su clasificación para ser trasladados después hasta los batallones de trabajadores o los tribunales militares donde se iba a decidir en dos minutos sobre su vida o su muerte.

Aunque es difícil conocer sus movimientos, sabemos con certeza que la Bandera Falangista de Mieres se integró en la de Palencia e intervino en combates al menos en los frentes de Zaragoza, Teruel y Lérida, aunque seguramente también lo hizo en otros lugares y sus bajas fueron numerosas. Seguramente en muchas casas mierenses se conservan fotografías obtenidas tras alguna ceremonia de posguerra cuando era habitual posar ante la «Cruz de los Caídos» de la parroquia de San Juan. Muchos de los nombres que figuraban allí, como otros que aún pueden leerse en las lápidas que sorprendentemente todavía permanecen en algún templo del Caudal, recordaban a los muertos de este grupo de combate. Con el transcurso de los años, en 1963, las circunstancias políticas llevaron a un mierense, José María Llaneza, a ser gobernador civil de Vitoria y, aprovechando su invitación, un centenar de los antiguos combatientes de la Bandera volvieron hasta Murguía para participar en un acto de recuerdo a los días de su instrucción; la crónica del viaje que se publicó en la prensa contaba que la comitiva se detuvo para asistir a una misa en León y luego siguieron hasta Palencia para saludar a uno de sus comandantes de los tiempos de guerra apellidado Pombo, con quien posaron en varias instantáneas que, por supuesto, hoy resulta imposible encontrar.

Ya en el País Vasco y acompañados por el gobernador, al día siguiente estuvieron recorriendo el pueblo alavés y volvieron a oír misa, oficiada en esta ocasión por un carmelita, el reverendo Guillermo Gutiérrez, que había luchado junto a los demás soldados incorporando a su hábito la pistola reglamentaria y su correspondiente camisa azul, algo que hoy nos llama la atención pero que no fue excepcional en algunas batallas de nuestra desgraciada contienda. En fin, los actos se cerraron con la entrega al alcalde de la localidad de una lámpara de mina con el emblema del Ayuntamiento de Mieres y la actuación de un conocido monologuista que había acompañado en el viaje a los falangistas y cuyo nombre ahora no viene a cuento.

Ellos decían que el jefe solo responde ante Dios y ante la Historia, no sé lo que habrá pasado ante Dios, pero ante la Historia me parece que ya algunos ya han conseguido pasar de puntillas.