Si les digo la verdad, hace ya tiempo que llevo perdida la cuenta de las historias que he escrito para esta página. Lo que sí sé es que empecé a principios de 2005 y con la excepción de tres o cuatro semanas de fallos informáticos o acontecimientos familiares que prefiero no recordar, nunca he faltado a la cita. Un material con el que otros ya hubiesen sacado de la imprenta media docena de libros, pero yo ya pensaré en ello cuando se me acabe la inspiración o me jubile y me sobren horas para perderlas por los despachos.

En medio de esta colección de guerras, leyendas, misterios, epidemias, crímenes, amores y pasiones de todo tipo, estoy seguro de que el de hoy es uno de los episodios más agradables. Lo conozco gracias a Rubén Suárez, músico y cronista de la Banda de San Martín del Rey Aurelio, o quizá cronista antes que músico, que tanto monta, porque después de hablar con él no sé si está más orgulloso de tocar el trombón en esta agrupación o de haber colaborado en sacar a la luz su historia en una magnífica publicación.

Resumiendo los datos recogidos por él podemos saber que la Banda empezó a gestarse casi al mismo tiempo que la II República -en mayo de 1931- en las clases de solfeo que impartía José Lozano en una habitación cedida por el Ayuntamiento de la villa; allí fueron adquiriéndose poco a poco conocimientos, instrumentos y uniformes y por fin en agosto de 1932 y bajo la presidencia de Víctor Fernández «Carabín» se realizó la primera actuación pública a la que siguieron otras por toda Asturias hasta que el desastre de la Guerra Civil vino a torcer los caminos de todos los españoles. Entonces los músicos fueron militarizados para integrarse en el Batallón miliciano 43, al que más tarde se le colocaría un 2 por delante como a todos los asturianos y se convertiría oficialmente en el 243.

El Batallón, que radicó inicialmente en Lugones, estaba formado casi al completo por sotrondinos y actuaba bajo el mando del comandante Críspulo Gutiérrez García, un minero con un dilatado historial sindical y político que había alcanzado cierta fama en la cuenca del Nalón al haber sido detenido en la Navidad de 1923 junto a un puñado de dirigentes de otras provincias acusados de preparar un movimiento revolucionario que debía producirse a la vez en España y Portugal.

Casi todos los identificados en aquella intentona pertenecían a la Federación de Juventudes Comunistas y los 9 asturianos que cayeron entonces -José Rodríguez, Antonio Ocejo y Fernando Castro, de la Agrupación Comunista; José Aretio y Carlos Vega, del Comité Provincial; Calixto Espeso y Celestino Fernández, de la Juventud de Mieres; Lázaro García, de la Juventud de Sama, y el propio Críspulo, de la de Sotrondio- permanecieron en la cárcel hasta el día 23 de enero en que fueron liberados con motivo de la onomástica del Rey junto a otros presos por causas políticas entre los que se encontraba el mierense Jesús Ibáñez, personaje conocido de sobra por quienes tienen el humor de leerme habitualmente.

Posteriormente, nuestro hombre fue uno de los tres candidatos del PCE elegidos en junio de 1931 por la provincia de Oviedo, obteniendo 11.923 votos, de modo que cuando se inició la contienda su prestigio era suficiente para hacerle encabezar aquel Batallón que acabó conociéndose popularmente por el nombre de pila de su jefe como Batallón Críspulo, o también por su origen como Batallón Sotrondio.

Los milicianos tuvieron su bautismo de fuego en el frente de Oviedo y desde allí fueron trasladados hasta Euskadi junto a otras tropas asturianas que acudieron en auxilio de los gudaris para intentar frenar el avance del ejército rebelde. Allí, desde el cuartel de Garellano, en Basurto, la Banda acompañaba con sus compases la salida de las tropas que se dirigían hacia las trincheras y fue llamada en varias ocasiones para ofrecer conciertos vespertinos al exigente público bilbaíno, amenizando bailes populares que alegraban un poco la vida en la retaguardia.

Fueron unas pocas semanas de relativa tranquilidad hasta que la inminente caída del frente vasco obligó a los de Sotrondio a volver a casa; cada uno lo hizo como pudo y una vez que todos llegaron al valle, Críspulo Gutiérrez se ocupó de reorganizar su Batallón que, banda incluida, se instaló en San Andrés de Trubia para volver a mostrar sus dotes en la animación de aquellos bailes de confraternización entre soldados y civiles que todos hemos visto alguna vez recreados en la abundante filmografía que trata de reflejar nuestra última guerra.

En el mes de julio de 1937 el Batallón 243 subió hasta la aldea de Valle del Lago para entrar en acción en el puerto de Somiedo; allí los músicos se encargaron de labores de fortificación y transmisiones y siguieron ensayando y actuando en las trincheras bajo la dirección de uno de sus capitanes, Juan José García Renedo, hasta que todo se vino abajo. Cuando ellos llegaban, las notas de los instrumentos venían a limpiar el aire de los silbidos de las balas y a recordar a los combatientes que la vida seguía más allá de aquella tragedia.

Fueron momentos que aquellos músicos recordarían toda su vida y que se vieron perfectamente reflejados en un texto escrito 50 años más tarde por uno de ellos, Vicente Copete Laviana, para una publicación editada con motivo del IV Festival de Bandas de Música del Principado celebrado en Sotrondio.

Lo titulaba «Aquella noche de luna» y en él escribía con emoción cómo una tarde de verano la Banda subió hasta un paraje denominado Loma Roja, a más de 500 metros de altura; una vez allí, cuando había oscurecido y tras los inevitables saludos a los compañeros que luchaban en los parapetos aconteció una escena que merece la pena imaginarse y que yo no soy capaz de contar mejor que su propio autor: «Un oficial con clara y potente voz se dirige a los soldados que ocupaban las trincheras de enfrente y les dice: "Soldados franquistas, si nos dais vuestra palabra de respetar el alto el fuego, la Banda de Música de nuestro Batallón tocará entre las dos líneas para todos; caso contrario sólo lo hará para nosotros». La petición de tregua fue escrupulosamente respetada y festejada por todos. Allí mismo, entre las dos fronteras, dio comienzo el más emotivo y original concierto jamás visto en tal situación y lugar. El silencio era total..."».

Con el fin de la guerra en Asturias se produjo la desbandada (nunca mejor dicho) y cada músico siguió con diferente fortuna su propio destino. Rubén Suárez oyó contar cómo algunos fueron detenidos al volver al pueblo con su instrumento bajo el brazo y al identificarse como músicos se les exigió tocar el «Cara al Sol». Aunque hubiesen querido obedecer era imposible porque aquel himno no figuraba entre los que sabían interpretar y acabaron con sus huesos y sus partituras en la cárcel. También se aseguró más tarde que Críspulo Gutiérrez había muerto, pero nunca se supo dónde ni cuándo y hasta el momento su nombre no figura en ninguna de las listas que se están elaborando para recuperar la memoria histórica y poder cerrar de una vez este capítulo.

En 2007 otro veterano socialista, Marcelo García, contó en una entrevista encargada para el archivo oral que se conserva en la Fundación Largo Caballero sus recuerdos sobre el final de la guerra en Sotrondio. Allí manifestaba que los primeros en entrar en el pueblo fueron los soldados de un tabor de regulares que se repartieron en dos edificios, los españoles ocuparon la escuela que permanecía cerrada y los moros se quedaron en una casa vieja donde se celebró una fiesta en cuyo transcurso se hundió el piso del edificio causando varias muertes entre la tropa.

Luego -según sus informaciones- llegaron los legionarios: «Era temible verlos desfilar. Entraron en la escuela y echaron a hostias a los soldados de la escuela». Y Marcelo sigue explicando cómo la necesidad de volver a abrir la escuela forzó a trasladar a los legionarios hasta unos barracones que había hecho el batallón de Críspulo Gutiérrez a la orilla del Nalón y que el cura llamaba la casa del diablo, pero antes de meter allí a la tropa se hizo un exorcismo: «Veinte curas hicieron un paripé, soltando agua bendita. Metieron a los legionarios y empezó la escuela».

Ya lo han leído: la casa del diablo. En fin, mejor olvidar lo malo y quedarse solamente con los buenos recuerdos. La Banda de San Martín del Rey Aurelio volvió a renacer en la posguerra y, después de superar los altibajos lógicos que de vez en cuando afectan a estas instituciones que dependen del entusiasmo de los vecinos, hoy está integrada por músicos de diferentes edades, sexo e ideologías y goza de buena salud. Sus fundadores no hubiesen deseado otra cosa.