Los hermanos González Peña -cuatro hombres y tres mujeres- vivieron en Ablaña, aunque los primeros nacieron en La Rebollada, donde la familia tuvo antes su casa. Todos los varones fueron mineros y los dos mayores, Alfredo y Ramón, alcaldes de Mieres, este último además fue también secretario de la Federación Estatal de Mineros, presidente del PSOE, diputado y Gobernador Civil de Huelva, ministro de justicia republicano y Comisario de Guerra del Ejército del Norte, pero sobre todo pasó a la historia por su destacada participación en la Revolución de Asturias, hasta el punto de que alguien le puso el rimbombante apodo de «generalísimo», un superlativo poco afortunado que nos recuerda inmediatamente a otro personaje muy distinto.

Tras el fin de la aventura de 1934 fue condenado a la pena de muerte y al pago de doscientos millones de pesetas de indemnización para hacer frente entre otras acusaciones a la de haber robado el oro del Banco de España de Oviedo. La exhaustiva investigación de este periodo ha dado a la imprenta miles de artículos y libros publicados en una catarata que no cesa. Muchas son memorias de testigos directos y como tales forzosamente subjetivas, y la mayoría de las que pretenden ser historias definitivas de los acontecimientos se limitan a repetir los mismos datos cambiando el orden de las frases sin aportar nada nuevo.

Pero después de leer todo lo que hemos podido, de consultar las hemerotecas y, lo que es más importante, de escuchar muchas versiones en la propia voz de quienes vivieron aquellos hechos, la conclusión a la que se llega es que Ramón González Peña fue un sindicalista honrado, que tuvo una intervención destacada en el desarrollo de los hechos revolucionarios, pero que de ninguna forma fue su máximo responsable, aunque las fuerzas del Gobierno magnificaron su importancia para dar mayor relevancia a su detención. Si me permiten el comentario, salvando las comparaciones, algo así como lo que sucede actualmente cada vez que se detiene a un comando etarra y se le presenta sistemáticamente ante el público como el máximo responsable de la organización terrorista, dando la impresión de que en su estructura no hay más que jefes.

En fín, no voy a tratar de resumir la vida de González Peña en estas líneas, porque comprenderán que no hay espacio suficiente, pero lo que si voy a contarles es como cayó en poder de la guardia civil, a partir de los informes de prensa de aquellos días, que se extendieron en detallar todos los pormenores para que sirviese de ejemplo a quienes aún permanecían ocultos por los montes de las Cuencas.

Ramón González Peña fue detenido en la madrugada del lunes 5 de diciembre de 1934 en Ablaña, después de haber vagado por aldeas de Quirós y Teverga, escondido por las casas de otros compañeros socialistas. En su periplo había intentado llegar hasta el puerto de Tarna en automóvil, pero desistió cuando unos simpatizantes le advirtieron de que allí le aguardaba una encerrona, entonces tomó la determinación de dirigirse hasta su pueblo, donde conocía el terreno mejor que nadie y contaba con más apoyos que en ningún otro lugar.

Lógicamente no podía acudir a su propia casa ni a la de ningún compañero, porque estaban vigiladas y optó por refugiarse en un domicilio que no levantase sospechas. Eligió el de doña Eduvigis González, viuda de don Francisco Montoto, una mujer conocida por su catolicismo, que regentaba un comercio de vinos y vivía con sus dos hijas en una casa «de magnífica construcción» situada al lado de la estación del Vasco. Según el informe policial, la familia, que no fue acusada de complicidad, aceptó esconder a González Peña ante los ruegos de una de sus hermanas conocida de la viuda porque en su momento la había hecho caso cuando la aconsejó que legalizara su matrimonio canónicamente.

El revolucionario llegó hasta allí en la madrugada del día 25, acompañado de tres correligionarios que después siguieron su propio camino, y se alojó en una habitación del piso alto, donde diariamente la dueña en persona le llevaba comida y prensa, pero las fuerzas móviles del comandante Doval -conocido de sobra por quienes siguen estas historias heterodoxas-, que venían realizando registros en la zona de Mieres recibieron un soplo y reforzaron sus investigaciones en Ablaña.

En la noche del domingo 4 de diciembre, unos cien hombres cercaron el edificio discretamente y el propio Doval, escondido, pudo ver como el diputado socialista entraba en su habitación y daba la luz para apagarla momentos después, lo que indicaba que se había acostado. Éste fue el momento elegido para realizar la detención. A las dos y media picaron a la puerta y una vez que la sirviente Esperanza Álvarez les franqueo el paso, se internaron en ella los jefes y algunos números; entonces el comandante pidió a una de las hijas de la dueña que le acompañase hasta donde se encontraba el cabecilla.

Se dijo que Peña, al oír los aldabonazos dados por Doval a la puerta, se había asomado a uno de los balcones, advirtiendo que varios guardias le apuntaban y tras comprobar la situación por otras ventanas había vuelto resignado a su habitación, pero fuese o no cierto, el caso es que allí estaba cuando fueron a buscarle.

Al llegar a la alcoba, el comandante ordenó a la muchacha que abriese la puerta y así lo hizo, pero la habitación se hallaba en tinieblas y entonces el oficial gritó desde el pasillo a quien se encontraba dentro que encendiera la luz. Peña, cuyos movimientos se adivinaban en la oscuridad, no acertaba a encontrar el interruptor, por lo que tardó en cumplir la orden algunos momentos y cuando lo hizo apareció con los brazos en alto, en medio de la habitación y en paños menores. Se le instó a vestirse rápidamente y mientras lo hacía se le oyó decir: «Ya sabía yo que quien me había de detener a mí era Doval».

El prisionero fue esposado a un oficial y, escoltado por la guardia civil, salió andando por la carretera hasta Mieres, donde se había prohibido la entrada y salida de vecinos cerrando todas las carreteras mientras duró la operación para evitar que en los demás puntos de la cuenca minera fuese conocida la detención y se registrase algún incidente.

Ya fuera de Ablaña, se le subió a un automóvil que lo llevó hasta el cuartel establecido en el convento de las Madres Adoratrices de Oviedo, a donde llegó a las cinco y media de la mañana aproximadamente. Allí pidió café y agua, porque tenía mucha sed, rogó que no se le hiciese daño y solicitó que se le fuese enviado un barbero, pues tenía la barba muy crecida.

La prensa informó también de que González Peña ya tenía ultimado un plan para salir de España, para lo cual iba a ser llevado en una camioneta oculto entre unas cajas de botellas de sidra, hasta un pueblecito pesquero inmediato a Gijón, donde de madrugada se embarcaría en una barca a motor preparada al efecto, e incluso por si surgía alguna complicación, se había dispuesto otro camino alternativo por Santander.

Según las informaciones de los corresponsales, sometidas a censura previa, la noticia de la detención corrió como un reguero de pólvora por toda la villa, causando honda impresión, principalmente entre los obreros, y en los días que siguieron, desde los periódicos se fue exagerando la importancia de la acción policial publicando manifestaciones como que en todas partes había renacido la tranquilidad «pues aún se tenía el presentimiento por muchas gentes de que los hechos revolucionarios se pudieran reproducir, instigados por este alentador de masas», e incluso se llegó a afirmar que la caída del líder socialista venía a favorecer la reanudación de los trabajos en las minas, la entrega de las pistolas, fusiles, bombas y municiones que aún estaban ocultas en muchas casas e incluso la rendición de los grupos que aún sostenían la rebelión por los montes.

Mientras tanto, en el cuartel ovetense, Peña manifestaba que había leído la prensa todos los días y que no le gustaba el trato que le daban los periódicos, pues él no era todo lo que se decía y hacía la sorprendente declaración de que en el momento de ser detenido acababa de acostarse después de terminar de leer todos los libros que poseía la dueña de la casa, «libros religiosos que habían obrado en su espíritu causándole los mismos efectos que el opio» y dijo que en la celda al menos podría descansar, pues llevaba varios días de inquietud constante.

Pronto se le hicieron también las primeras preguntas sobre el paradero del dinero sacado del Banco de España durante el asalto revolucionario, pero, a juzgar por lo que llevaba en los bolsillos del pantalón que se puso apresuradamente en Ablaña, el interrogatorio prometía ser duro: una peseta y setenta y cinco céntimos.