El 11 de septiembre de 1923 -dos días antes de que el general Miguel Primo de Rivera diese un golpe de Estado disolviendo el Gobierno y el Parlamento para implantar un régimen dictatorial- un grupo anarquista encabezado por Buenaventura Durruti asaltó la filial del Banco de España en Gijón llevándose más de medio millón de pesetas de la época, el mayor botín que se había conseguido hasta entonces en un atraco en el territorio español.

Enseguida fue detenido uno de los implicados. Se trataba de Rafael Torres Escartín, miembro de «Los Solidarios», conocido porque había participado poco antes junto a Francisco Ascaso, en el asesinato a tiros del arzobispo de Zaragoza, Juan Soldevila. Según la descripción de los testigos de aquel hecho Torres, alto y delgado, iba vestido en aquel momento con traje claro, boina y guardapolvo, mientras que Ascaso, que pronto fue capturado, era más bajo y llevaba traje negro y gorra oscura.

Seguro que han oído alguna vez aquello de que «a quien nace para martillo, del cielo le caen los clavos». Y una vez más se cumplió el dicho, puesto que cuando Rafael Torres llegó a la cárcel de Oviedo, precedido por su fama de hombre duro, fue recibido por lo más granado de los internos, que justamente estaban ultimando una fuga a la que le invitaron a unirse.

El iniciador del plan se llamaba Pedro Fernández Álvarez y era un minero natural de Villamanín, de 22 años y vecino de Mieres, que se encontraba retenido para atender una orden de búsqueda del Gobierno belga, país donde pesaba sobre él una acusación de asesinato.

Con él estaba Gregorio Ramos García alias «Torero», condenado a muerte por haber robado y matado al maestro de La Nisal en otro crimen conocido por la población asturiana; otro más era Avelino Uría Fernández, natural de Gijón, ebanista, procesado y preso por robo; igual que Joaquín Eliseo Peláez, alias «Gallinero», de 18 años, tejero, de Ribadesella; y Emilio García Sánchez, de Pamplona; por último -para sumar seis implicados- José González López, también de Mieres, condenado a nueve años de presidio y que ya llevaba dos años cumplidos.

Rafael Torres entró en la prisión cuando todos los detalles de la fuga estaban cerrados. Pedro Fernández Álvarez, que ocupaba la celda número 5, llevaba dos días haciendo un boquete en la pared para utilizarlo en la evasión, pero al enterarse del nuevo ingreso decidió aplazarlo todo e invitar a la fiesta al recién llegado, y este aceptó sin dudarlo, aún sabiendo que se le había destinado un lugar -la celda número 48- muy alejado del punto en que debía iniciarse todo.

Así, llegó el domingo y uno de los presos sufrió un terrible ataque epiléptico, seguramente fingido, dando tales gritos que todos los vigilantes acudieron en su auxilio. Mientras tanto, alguien de quien nunca se llegó a conocer la identidad, abrió la puerta de la celda del anarquista y este a su vez las de sus compañeros. Entonces, ya todos reunidos, se trasladaron hasta el departamento en el que estaba preparado el agujero y por él los siete presos descendieron valiéndose de tiras de tela hechas con los jergones de sus camastros hasta el piso inferior, donde estaba el retrete del establecimiento.

No cabe duda de que estaban bien informados y había asegurado todos sus pasos, ya que sabían que allí se estaban haciendo unas reparaciones que dejaban al descubierto una tubería de 50 cm de diámetro por la que no les costó salir a la parte posterior de la prisión y acceder hasta la calle para desaparecer rápidamente. Al mismo tiempo, en el interior todos seguían pendientes del ataque epiléptico y no pudieron darse cuenta de lo sucedido hasta que ya había transcurrido una hora.

Las circunstancias de esta huida causaron la alarma entre la población e indignaron a las autoridades, primero por la peligrosidad de los fugados, luego porque hacía poco tiempo que se había realizado otra de importancia, también por la misma alcantarilla y por último porque nunca se supo como pudieron los presos abrir la puerta de sus celdas. De modo que pronto acudieron hasta la cárcel el gobernador, el fiscal, los jueces militares y civiles, los magistrados y numeroso mucho público que exigía responsabilidades.

En cuestión de horas se movilizaron numerosos efectivos de la policía y la Guardia Civil, que salieron en varias direcciones en busca de los fugados y se produjo la primera detención: el mierense José González fue capturado cuando buscaba tranquilamente una casa de pensión en el barrio de San Roque, cerca del matadero de Oviedo, para instalarse en ella hasta que las aguas volviesen a su cauce. Por su parte, el comisario Fernández Luna, que mandaba una patrulla de diez agentes, pudo localizar los pantalones de Avelino Uría, a 400 metros de la cárcel, en dirección al monte Naranco.

Pero la noticia más esperada se produjo en el mismo monte, cuando a la una de la tarde se presentó ante unos cazadores que descansaban en el sitio llamado Brañes, un individuo diciéndoles que estaba muy fatigado y pidiendo agua. Su mala fortuna hizo que estos hombres, entre los que se encontraba un hijo del senador don Juan Uría, estuviesen bien informados y reconociesen inmediatamente a Rafael Torres. Así que le pusieron al pecho sus escopetas obligándole a entrar en la capilla de San Roque, donde le mantuvieron encañonado mientras uno de ellos bajaba a caballo hasta el Gobierno Civil para dar cuenta de la captura.

Hasta el lugar subieron tres coches con fuerza armada para hacerse cargo del fugado, que los recibió comiendo unos huevos, pan y queso que llevaban consigo los cazadores, ya que les dijo que por la noche solo había cenado una remolacha y había desayunado un poco de pan y una manzana que les habían dado unos vecinos. Desde allí fue llevado de nuevo a la prisión evitando la entrada principal en previsión de incidentes, ya que se había congregado una multitud esperando su llegada y para evitar nuevas sorpresas se reforzó la guardia exterior y se le pusieron centinelas especiales para tenerlo siempre a la vista.

Allí el pistolero fue interrogado por los jueces sobre la agresión cometida contra la fuerza armada, su participación el robo al Banco de Gijón y el plan de fuga y manifestó que se había entregado voluntariamente porque su situación era insostenible y que sentía vivamente las molestias que había ocasionado con su huída a la que se había unido a última hora invitado por los demás, pero se negó a dar ningún detalle sobre el paradero de los otros reclusos.

Al día siguiente, para aumentar la seguridad lo trasladaron hasta el cuartel de Santa Clara, mientras en la cárcel los presos fueron obligados a quedar encerrados en sus celdas, lo que ocasionó un pateo general sobre las puertas para que las puertas volviesen abrirse, cosa que se hizo para evitar males mayores. A la vez, ante la sospecha de que algún guardia hubiese tenido algo que ver en este incidente, todo el personal de la prisión fue suspendido de empleo y sueldo y el recinto quedó bajo el control directo de la Guardia Civil.

Las jornadas que siguieron fueron de gran inquietud para los asturianos. A la expectación que produjo en toda España el golpe de estado de Primo de Rivera, se sumó aquí la búsqueda de los fugados, reforzada con el desplazamiento de otros 50 números para rastrear el centro de la región. Y a la vez no cesaban las confusiones de todo tipo producidas por el nerviosismo de las autoridades: unos vecinos aseguraron que dos de los perseguidos habían pasado la noche en el cementerio de Colloto, pero allí no se encontró a nadie; más tarde cuatro carteristas fueron detenidos al ser confundidos con ellos y luego se informó de la captura de otros tres fugados sin aclarar sus identidades.

El error más comentado fue el anuncio de que en un río próximo la Guardia Civil había disparado a un hombre alcanzándole en una muñeca y en un costado, lo que le había causado la muerte, identificando a su cadáver en el informe inicial como «Buenaventura Durruti Domínguez, conocido sindicalista y atracador», aunque no tardó en saberse que en realidad se trataba de Eusebio Brau, otro de los participantes en el atraco de Gijón.

En cuanto a Rafael Torres Escarpín, hay que decir que acabó siendo condenado a muerte y enloqueció durante su estancia en el penal de Santoña por lo que en 1931 se conmutó su condena por un ingreso en un sanatorio mental de Reus. Cuando finalizó la Guerra Civil en 1939, los vencedores volvieron a buscarlo y lo fusilaron sin tener en cuenta su estado, y con él a otros familiares próximos por el delito de llevar sus mismos apellidos.

Del organizador de la fuga, el minero Pedro Fernández Álvarez, no he podido encontrar más datos.