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Matar con restallones

Adela Jiménez "La Chata", presa de los celos, acabó en 1951 con la vida del hijo de su amante echándole fósforo en un vaso de leche y fue condenada a 38 años de cárcel por asesinato consumado y homicidio frustrado

Matar con restallones

Existen muchas maneras de matar y el envenenamiento es una de las más clásicas, preferida por los emperadores romanos y las clases pudientes del Renacimiento, que gustaban de las pócimas elaboradas con ingredientes exóticos, sacados de las serpientes o fabricados en los laboratorios del momento. Aunque cuando la economía no da para mucho, los humanos hemos recurrido a medios más caseros: nadie sabe cuantas parejas de las zonas rurales han perdido a uno de sus integrantes gracias a un cocido aliñado con un ración de polvos destinados a las nobles faenas agrícolas, pero no demos más pistas, no vaya a ser que a alguien se le tuerzan los cables de la cordura después de leer esta historia y yo tenga que llevarlo sobre mi conciencia el resto de mi vida.

Si siguen leyendo, ahora conocerán las consecuencias de uno de estos crímenes que por sus características peculiares estremeció a la Montaña Central en julio de 1951. Los protagonistas del drama integraban una de las últimas familias nómadas que pasó por aquí buscándose la vida, lo que nos da pie para introducir este caso contándoles primero que hasta la primera mitad del siglo XX eran frecuentes las visitas de estos grupos, tanto gitanos como payos, que diferían tanto en el número de sus componentes como en las actividades que realizaban.

Para protegerse del mundo exterior, sus miembros se cerraban a todo lo que pudiese amenazar su forma de vida y reducían sus relaciones con los extraños a lo más indispensable, por lo que a menudo creaban sus propias normas morales que no coincidían con las de la sociedad convencional.

En el libro "Memorias de una concejala socialista en la Asturias del 36", escrito por Concepción Pérez Fontano podemos leer un buen ejemplo. Ella dejó escrito como fue su infancia en Vega del Rey, extendiéndose en los juegos infantiles y los personajes populares que frecuentaban los pueblos del sur del concejo de Lena para ganarse la vida tocando por sus fiestas.

Entre los que cita en sus páginas, estaba una pareja singular formada por una mujer de unos cuarenta años a la que llamaban Josefa "La Ciega", "que usaba gafas ahumadas, pues sus ojos supuraban continuamente" y una joven que era su lazarillo "que no pasaría de los dieciocho años, rubia y bastante presentable" y llevaban respectivamente un violín y un bombo. Las dos venían desde Galicia, corriendo los caminos para interpretar un gran repertorio de canciones populares y algunas de su propia cosecha, que en ocasiones rayaban en la obscenidad.

Según Concepción, ambas ofrecían al personal algo más que su arte y "después de terminado el baile, que entre pieza y pieza alternaban empinando bien el codo, se iban a su carromato con unas cuantas copas de más y, según se cuchicheaba al día siguiente por el vecindario, habían tenido su fiesta particular con algún que otro mozo al que también se le había subido un tanto el alcohol a la cabeza".

El caso que hoy les cuento, ocurrió también en medio de uno de estos entornos que los servicios sociales califican actualmente como "desestructurados". Un núcleo familiar formado por Camilo Jiménez y dos mujeres, Eufrasia Borgia y Adela Jiménez "La Chata". El hombre estaba casado por el rito gitano con la primera y con ella tenía tres hijos que los acompañaban en la carretera, con la segunda debía de tener algún parentesco ya que compartían apellido, pero nada era obstáculo para que el hombre mantuviese relaciones con ambas.

Y ya que hablamos de apellidos, el Jiménez no resulta sorprendente entre los gitanos, pero sí nos llama la atención el Borgia. Ya lo ven, si recuerdan que en el Renacimiento otra familia del mismo nombre destacó por su experiencia a la hora de quitar de en medio a sus enemigos invitándoles a ingerir pócimas mortales, no deja de ser una curiosidad encontrarlo en Asturias, mezclado en un caso de envenenamiento

Rodrigo Borgia, que luego sería el papa Alejandro VI y dos de sus tres hijos -Lucrecia y César Borgia- que, para que no falte de nada, también fueron amantes, manejaron con generosidad la "cantarella", un veneno elaborado de una manera nauseabunda: se mezclaba arsénico con tripas de cerdo dejando que la pasta se pudriese durante un mes y luego el líquido resultante era convertido en unos polvos que mataban, no se sabe si por el veneno que llevaban o por la materia asquerosidad que lo acompañaba.

En nuestro caso no hubo "cantarella" sino restallones y Eufrasia Borgia no fue la envenenadora sino la madre de los envenenados.

Todo empezó una mañana de aquel verano de 1951, cuando dos de los hijos del matrimonio -Ángel, de un año, y Carmen de cinco-, fueron llevados al médico por su padre porque habían empezado a vomitar y a sufrir dolores de vientre la noche anterior y aquellos síntomas, en vez de remitir, aumentaban con las horas.

Tras un primer reconocimiento, las sospechas hicieron pensar en una intoxicación causada por los últimos alimentos que habían consumido. Pensaron en la cena y entonces recordaron que, antes de sentarse a comer, "La Chata" había dado a los chiquillos un vaso de leche caliente que sabía muy mal y que mientras la niña solo había tomado un sorbo y escupido el resto, el pequeño lo había bebido todo, mientras que la otra hermana, que no lo había llegado a probar la infusión, no presentaba ningún síntoma.

En los días siguientes Carmen fue mejorando poco a poco, pero Ángel fue a peor y acabó muriendo sin que se pudiesen detener sus nauseas. Lógicamente se le hizo la autopsia y el resultado fue claro: envenenamiento por fósforo. Adela Jiménez "La Chata", fue detenida por asesinato.

Dos años más tarde, el 20 de marzo de 1953, se celebró el juicio en el que salió a la luz una historia sorprendente. Adela y Camilo eran amantes desde hacía tiempo e incluso, según dijo su abogado defensor, también habían tenido hijos en común, aunque no viajaban con el grupo, además no había papeles que justificasen que el hombre estuviese legalmente casado con la madre de los envenenados. Aunque todos estaban al corriente de este triángulo amoroso y lo toleraban, los celos acabaron prendiendo y llevaron a la acusada a tramar una venganza contra su rival, cómo más le podía doler: matando a sus pequeños.

Después de darle vueltas, la mujer se había decidido por el veneno más barato y fácil de conseguir en cualquier parte. Para no levantar sospechas, se dirigió a un "carrín" de aquellos que entonces se multiplicaban por los parques de la Montaña Central y en dos días diferentes compró varias tiras de restallones pensados para cargar pistolas de juguete. Solo invirtió peseta y media en hacerse con el instrumento de su crimen, luego disolvió el fósforo que llevaban en leche, entró en la tienda y se lo dio a los dos niños, aprovechando que la madre estaba lavando ropa lejos de su pequeño campamento y que el padre recogía leña para el fuego de la cena, El resto ya era sabido.

En la causa intervino la pequeña que había podido sobrevivir y también confirmó esta versión, pero la defensa manifestó que una niña de 5 años no podía declarar con certeza y expuso una teoría opuesta basada en culpar a la pobre condición social de los protagonistas del caso. Todo se debía al rencor de Eufrasia hacia Adela, que había provocado la acción sin darse cuenta de su gravedad porque en el ambiente degradado en el que vivían todos los implicados, los conceptos del bien y del mal no estaban claros.

Como prueba de su hipótesis, el abogado no dudó en presentar pruebas de que el padre de los envenenados, que sabía leer y escribir, había ido a visitar en varias ocasiones a la asesina en la cárcel y siguió carteándose con ella, pero el fiscal mantuvo su petición, solicitando para la procesada una pena de veintitrés años, cuatro meses y un día de reclusión más una indemnización de veinte mil pesetas por el delito de asesinato consumado y catorce años, ocho meses y un día de reclusión menor por un delito de homicidio frustrado,

Por su parte, Adela dijo en su turno que los restallones estaban destinados a mezclarse con la comida de los cerdos y gallinas que robaban, para proporcionarles fósforo, y que los niños los habían cogido en un descuido y sin su permiso.

Finalmente, la cosa estaba tan clara que se estimó la propuesta de la fiscalía sin rebajar ni un día y Adela Jiménez "La Chata" fue condenada a treinta y ocho años de prisión. Por ley de vida, Carmen Jiménez Borgia y su hermana deberían seguir vivas y puede que alguno de sus mayores también, pero quién sabe dónde y cómo habrán rehecho sus vidas.

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