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de lo nuestro Historias Heterodoxas

En un mundo no tan feliz

El trabajo del médico Nicanor Muñiz Prada, que recapituló cómo era la salud en Mieres en el siglo XIX: la esperanza de vida era de 25 años

Aldeanos en el siglo XIX Alfonso Zapico

En la última semana del mes de octubre de 1890 don Nicanor Muñiz Prada procedió a embalsamar el cadáver de Numa Guilhou, en presencia de don Alfredo Santos y del ingeniero Jerónimo Ibrán. Luego lo colocaron dentro de tres cajas de cinc, plomo y caoba que tenían cristales ovalados para que su rostro pudiese ser visto por quienes visitaron la capilla ardiente expuesta durante tres días en un taller de laminación de Fábrica de Mieres y después el capitalista francés fue sepultado en el cementerio protestante. Con él se enterró también un larguísimo periodo marcado por las formas de vida tradicionales y empezó la era de los conflictos sociales que iban a sacudir el Mieres moderno.

Nicanor Muñiz Prada, nacido el 26 de octubre de 1851, era natural de Villanueva de Proaza pero vivió en Mieres desde 1872, cuando nada más concluir su carrera, con 21 años cumplidos, obtuvo la plaza de médico titular de este Ayuntamiento y ya no quiso irse nunca. Aquí hizo su vida y se convirtió en un hijo adoptivo de esta villa a cuyo progreso colaboró como pocos perteneciendo a todas las asociaciones de la época; así estuvo entre los fundadores de la Asociación mierense de Caridad y el Círculo de Obreros y hasta presidió nuestro famoso Orfeón.

También compaginó su profesión médica con las clases de Higiene en la Escuela de Capataces de Minas, Hornos y Máquinas, escribiendo el libro de texto para esta materia “Nociones de Higiene con aplicación a los mineros de la hulla”, que publicó en la Imprenta de Celestino Flórez y Cía en 1886.

Cuando falleció, el 4 de abril de 1927, había recibido varios galardones por sus trabajos médicos, entre ellos la Cruz de primera clase del Mérito Militar y el título de caballero de la Orden de Isabel la Católica, pero entre todos, nos interesa un premio más casero: el que obtuvo en los Juegos florales y Certamen científico-literario de la sociedad Económica de Amigos del País de Oviedo en 1884 por su trabajo “Apuntes para la topografía médica del Concejo de Mieres y de su comarca minera”, que fue editado por la Diputación Provincial. Este es el libro que inexcusablemente debe leer quien quiera conocer cómo vivieron nuestros antepasados.

Su Topografía médica ya es importante por haber sido la pionera de las que se fueron haciendo después para más de treinta concejos asturianos, presentando resúmenes de su geografía, condiciones climáticas, flora y fauna e industrias, pero sobre todo porque recoge las características de los habitantes y sus datos demográficos, analizando sus hábitos y enfermedades y consejos para evitarlas.

Don Nicanor, que conoció Mieres mejor que nadie, tanto por sus ocupaciones profesionales como por su implicación en sus actividades culturales, definió a los habitantes de aquel tiempo como honestos, sin pasión por el juego y de juicio seguro y recto, pero indolentes, faltos de aseo, economía y ahorro y aficionados al vino y la sidra. Aunque diferenciando entre los campesinos naturales de esta tierra y los obreros que empezaban a asentarse aquí en torno a La Fábrica y las minas, que eran mucho más imprevisibles y también consumían bebidas destiladas.

Entonces había pocos propietarios y las clases ricas y acomodadas se relacionaban con la industria y el comercio. Todos eran católicos, apostólicos y romanos, salvo las personas que se habían domiciliado desde hacía poco tiempo en el término municipal y no existían los suicidios.

“Mieres es entre los pueblos de su clase, el menos vicioso, el más moral, bondadoso, ilustrado y caritativo que conocemos” –escribió– y en el mismo sentido también quiso anotar que “no existe ni se conoció nunca esa terrible llaga social, cuya asquerosidad y hediondez corrompe los organismos más vigorosos, llamada prostitución pública”. Lo demostraba el hecho de que en el quinquenio que llevaba ejerciendo como médico solo había registrado la defunción de un niño por sífilis y ni él ni los otros galenos de este municipio habían tratado ninguna enfermedad venérea.

En cuanto al carácter morfológico de los naturales, Muñiz Prada solo hizo referencia a los varones, que tenían el cuerpo bien proporcionado, con carnes blandas y aparente gordura, escasa barba, cabellos lisos, labios gruesos y predominio del sistema linfático, lo que se corresponde con un carácter dulce y afable y respetuoso con la autoridad. La experiencia de sus clases de la Escuela de Capataces le permitió afirmar que también gozaban de buena inteligencia, con dotes especiales para las matemáticas, el dibujo lineal y la música.

Luego añadió, tomando como base los datos de la talla de quintos, que tenían una estatura más alta que baja, por lo que solían ir destinados a los cuerpos militares de preferencia; su pubertad era algo retrasada y no completaban su desarrollo hasta los treinta años, pero lo equilibraban con una fecundidad pasmosa.

En efecto, el Concejo de Mieres contaba en aquel momento 12.632 habitantes de los cuales 2.948 habían nacido en el quinquenio 1879-1883. Aunque la mortalidad infantil era elevadísima, pueden imaginarse la cantidad de chiquillos que alegraban todos los rincones, lo que forzaba al Ayuntamiento a sostener 17 escuelas a las que asistían 682 niños y 453 niñas.

Al mismo tiempo, la vida media de los ciudadanos era de 27 años e incluso, si nos ceñimos a 1883 no llegaba a los 25, con solo un matrimonio de nonagenarios y ninguna persona centenaria. Estos datos ayudan a explicar por qué apenas se contabilizaban fallecimientos por los efectos de las minas de cinabrio ni por la silicosis –llamada entonces tisis de los mineros–, y es que casi no daba tiempo a desarrollar estas enfermedades.

Sin embargo, entre las causas de las 1.825 muertes del mismo periodo abundaban las enfermedades respiratorias, la viruela, las fiebres tifoideas, la tuberculosis; también la escrofulosis y el reumatismo y entre los niños el cólera infantil y los catarros intestinales.

El bocio era una enfermedad endémica y la padecían uno de cada quince mierenses, con menos incidencia en las zonas que bebían agua de fuentes ferruginosas, como La Peña o Villabazal, en Turón. Además, según los datos de los párrocos, se daba la circunstancia de que entre los 517 matrimonios registrados entonces en el Concejo, más del 90% se contrajeron entre individuos de los mismos valles y 87 fueron entre parientes. Y según Muñiz Prada en estrecha relación con el bocio y la consanguinidad aumentaba el cretinismo.

Los cretinos se caracterizaban por su pequeña estatura, pómulos salientes, párpados hinchados y legañosos, nariz aplastada, orejas grandes, manos pequeñas con dedos con forma de porra, pubertad tardía, escasa inteligencia y casi todos sufrían de bocio o de pelagra. Así sucedía en Gallegos, donde con poco bocio y mucha pelagra se juntaban 10 cretinos de los 113 que había en todo el Concejo.

Un problema a resolver era la falta de higiene: en las aldeas los gallineros estaban en el interior de las viviendas y las pocilgas a su entrada, mientras que los caminos y las antojanas se cubrían con tojos, narvasos y otros vegetales remansando adrede las aguas y los líquidos procedentes de las excreciones animales para favorecer su putrefacción y hacer abonos para sus tierras.

En cuanto a las comidas: de siete a ocho de la mañana se preparaban sopas de pan de escanda o de trigo y leche o papillas de harina de maíz con leche o manteca; al mediodía, castañas condimentadas con manteca fresca o con tocino o patatas y berzas, y entre siete y ocho de la noche se cenaban de nuevo patatas o berzas y también fabes, arroz y sopa, mientras que los huevos solo se comían en días extraordinarios.

Aunque esto no contaba para las familias más acomodadas que residían en la capital del Concejo, La Rebollada o Loredo. Ellos no consumían boroña ni harina de maíz y enriquecían sus platos con sustancias animales procedentes de la salazón de las carnes de cerdo y de vaca. Los campesinos solían acompañarse con agua y leche mientras que muchos obreros y por supuesto los ricos bebían además chocolate y café.

En la misma línea de “La aldea perdida”, que iba a publicar Armando Palacio Valdés en 1903, Nicanor Muñiz Prada consideraba que la “gente de fuera” que estaba llegando a la Fábrica y las minas y se mezclaba con los sobrios campesinos de estos valles, traía buenas esperanzas en el orden económico, pero muchos peligros en el moral, por ello proponía repensar la idea de construir barriadas de obreros considerando más higiénico el sistema de las construcciones diseminadas. Como sabemos, su opinión no se tuvo en cuenta y todo fue mucho más rápido de lo que él imaginaba. Cuando llegó el siglo XX Mieres ya era otro mundo.

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