Si bien todos sabemos lo que es la memoria, no todos tenemos las mismas pretensiones a la hora de encauzarla o de ponerle unos límites. Hay personas que se conforman con usarla como una medicina en ciertos casos, sobre todo cuando de estudiar o de atesorar conocimiento se trata, pero sin más objetivo que ése; otras que acuden a ella sólo en ocasiones de necesidad o de urgencia, de modo que entonces desempolvan el baúl de los recuerdos, pero después lo hacen regresar a su trastero particular, donde permanece en estado de hibernación durante largo tiempo; mientras que, por fortuna, hay quienes han hecho suya la cita de Shakespeare: "La memoria es el centinela del espíritu", y, por ello, hacen de su vida una tarea constante de vigilancia.
Algo semejante ha sucedido estos días con dos noticias que han aparecido en la prensa. La primera de ellas se refiere a un memorial con placas conmemorativas y un centro museístico en el pozo Sotón para rendir tributo a los 540 trabajadores de Hunosa muertos en accidente. La otra hace referencia a los alumnos del lnstituto Jerónimo González de Langreo que realizaron una actividad relacionada con el racismo y la discriminación.
Nada habría, pues, que objetar a tales actos. En ambos casos se cumple con esa misión de vigilia histórica que debiera ser patrimonio de toda la ciudadanía. Mas lo que sí habría que desear sería que tales actos fueran la semilla de un futuro árbol pródigo en dar frutos positivos: en el caso de Hunosa, procurando, en la medida de lo posible, que no vuelvan a ocurrir situaciones luctuosas, y, en el del Instituto Jerónimo González, propiciando que en el futuro esos alumnos sean capaces de enfrentarse con coraje a cualquier brote de racismo o de discriminación.
De lo contrario, cabría pensar que al árbol de la memoria le faltaría la rama principal: pues no basta con haberla vivido, o con recordarla, sino que es necesario siempre ponerla en práctica.
