«Autobiografía y memorias» subtitula Medardo Fraile, madrileño de 1925, El cuento de siempre acabar. Por «autobiografía» entiende la historia de su vida privada; por «memorias», los recuerdos de su vida de escritor. Son términos que a menudo se utilizan como sinónimos. En la nota de contraportada, el propio autor convierte al primero en adjetivo del segundo: «Las memorias estrictamente autobiográficas -una tercera parte de este libro- no suelen molestar a nadie, porque les informan de algo que no les afecta; pero las otras, las del tiempo compartido por todos, pueden dar satisfacciones o hacer daño».

Ya no puede hacer daño a Concha Lagos, poetisa que tuvo su momento y que murió olvidada, lo que cuenta de ella este descabalado volumen, a la vez irritante y apasionante. Concha Lagos creó y costeó de su bolsillo los «Cuadernos de Ágora», una de las mejores revistas literarias de posguerra. A ella se debe también una famosa tertulia de la que eran habituales los escritores de mayor prestigio: Gerardo Diego, Buero Vallejo, José Hierro, Gabriel Celaya, Claudio Rodríguez, Ángel González? La tertulia estaba abierta igualmente para los jóvenes que llegaban de su provincia y querían abrirse camino en el áspero Madrid. Allí algunos saciaban su hambre -eran tiempos miserables-, se emborrachaban gratis y establecían los primeros contactos. «Aquella tertulia era un derroche, y Concha, entre charla y charla, se mantenía muy pendiente de atender a todos». Le gustaba especialmente proteger a los más jóvenes.

Uno de esos jóvenes era Medardo Fraile, quien pronto se convirtió en habitual de la casa y en subdirector de «Ágora». Las malas lenguas decían que también en algo más. Ese «algo más» nos lo aclara ahora en sus memorias, incluso con no demasiado elegante pormenor. Un día Concha, su marido y el nuevo contertulio fueron a pasear al campo. Después de la comida, buscaron un lugar a la sombra y allí, tras tender unas mantas, el marido se dispuso a dormir la siesta. Un poco después se tumbaron también los otros dos excursionistas: «Concha, entre su marido y yo, y ella y yo mirándonos y hablando en voz baja». Pronto no se limitaron a mirarse y a hablarse y el nombre de Medardo Fraile, según nos cuenta, «se sumó al de otros, el primero de ellos, al parecer, un ilustre pintor, Anselmo Miguel Nieto, durante la guerra civil». No demasiado galantemente nos ofrece un retrato poco halagüeño de la escritora, veinte años mayor que él: «Concha no era alta y apenas tenía cintura; de las caderas se pasaba al abdomen, sin esa transición tan elegante y grácil en la mujer». Físicamente, nos dice, no le interesó nunca y por eso la relación sexual duró relativamente poco, «y en vista de que sus declaraciones amatorias con lágrimas y ojos de Dolorosa mirando al techo no me hacían mella, supongo que decidió -decidieron- investirme de otro papel: el del hijo que no habían tenido». ¿La razón de ello? Que con su incorporación la revista adquirió una gran repercusión y, además, le corregía sus prosas y sus versos.

Medardo Fraile nos quiere hacer creer que le hizo un gran favor a Concha Lagos dejándose querer y aceptando sus continuos favores, incluso crematísticos. Dádivas, nos dice, «que yo no necesitaba ni agradecía, porque me humillaba con ellas», pero que aceptó voluntariamente durante años. De aquella humillación se venga cumplida y poco caballerosamente en estas memorias. Pero toda nuestra simpatía va hacia Concha Lagos, no hacia el ambicioso y vanidoso escritor.

La desaforada vanidad de Medardo Fraile queda patente casi en cada página. A veces es de una divertida ingenuidad: a la Universidad Menéndez y Pelayo le invitan -nos cuenta- por lo atractivo que resultaba el contraste entre su gran modestia y su inmenso talento. No olvida, y nos lo hace saber con implacable minuciosidad, ninguno de los elogios que ha recibido, orales y escritos. Y dramatiza los honores burocráticos de manera involuntariamente cómica: «Cuando desayunaba, oí el buzón de la puerta al caer el correo por él y me levanté a recogerlo. Sin gran interés, abrí un sobre grande del Ministerio de Educación y Cultura y allí encontré una carta de la secretaria general, Carmen López García, y un diploma firmado por el Rey. A aquel viejo, sin lavar ni peinar y en bata, le habían concedido la encomienda con placa de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio?».

Pero este anciano poco caballeroso y harto vanidoso es también uno de los más notables narradores de posguerra y en los años cuarenta y cincuenta participó activamente, junto con Alfonso Sastre, en «Arte Nuevo», el primer intento de renovación teatral tras la guerra civil. Y sus recuerdos de infancia, con la complicada historia familiar, evocan un modo de vivir desaparecido para siempre, nos presentan la materia prima de la que surgieron los relatos suyos más inolvidables.

A ratos estas páginas, escritas con algún amor hacia el resto del mundo y con demasiado amor hacia sí mismo, nos recuerdan La novela de un literato, de Cansinos Sáenz, y se convierten en una crónica pintoresca y picaresca de la vida literaria.

La brutalidad de la época queda patente en pequeños detalles. Un día fue a visitar a Adolfo Muñoz Alonso, un catedrático de la época que aspiraba a ministro de Franco y se quedó en director de la Escuela de Periodismo y en director general de Prensa. Cuando estaban tomando el café, apareció un hijo suyo de unos 5 o 6 años: «Me lo presentó, le dirigió dos o tres frases inicuas y, de pronto, le dio una bofetada nada despreciable y, mirándome, dijo: A este niño lo voy a hacer yo un machote». De Muñoz Alonso nos cuenta también otra anécdota algo más amable. Cierto día el ministro cordobés José Solís, «la sonrisa del régimen», le preguntó con aire despectivo: «Pero vamos a ver, Adolfo, ¿puedes decirme para qué sirve el latín?». La respuesta no tardó ni un segundo: «Para que vosotros, los de Cabra, seáis egabrenses y no cabrones».