Cuando Miles Davis era todavía un joven e inseguro trompetista en los primeros compases de su carrera, Charlie Parker le regaló un consejo de oro: «Si tocas algo que parece un fallo», dicen que le dijo «Bird», «mejor lo tocas otra vez, y hasta una tercera vez. Entonces se creerán que lo estás haciendo a propósito». Alfredo Álvarez Plágaro (Vitoria-Gasteiz, 1960) no conocía la anécdota ni el consejo, pero se entusiasma al escucharla. Y lo suscribe. Porque, si Davis debió aplicarla sin duda a menudo, el artista vasco puede basar en esa misma idea todo su sistema de la pintura. No porque la obra de Plágaro -que hoy inaugura «Identical paintings», su tercera individual en la galería Vértice-, consista en una glorificación de la «pifia», sino porque esa conjunción -el acto puntual y su repetición sistemática e indefinida, incluso si se trata de un error- constituye el núcleo de un sugestivo método que, desde la década de los noventa, se ha empeñado en dinamitar con el concepto tanto como con la práctica el mito de la obra única y todo lo que éste acarrea. El procedimiento, explica Plágaro, es siempre el mismo (y hay que tomar esta frase en toda su literalidad): «Repetir cada gesto pictórico minuciosamente, de manera que lo que importa no es lo que has pintado originalmente, sino la repetición del gesto». O dicho con la máxima que resume su poética: «Lo más importante no es lo que es, sino que lo que es lo es varias veces».

En el caso de estas «Identical paintings» para Vértice, ese método invariable y obsesivamente repetitivo se ha plasmado en una serie de sesenta cuadros de formato extremadamente longitudinal (350 x 7 x 5 centímetros) que, en efecto, son aparentemente idénticos y que se organizan en cuatro grupos de quince piezas, distribuidas a lo ancho de cuatro muros de la galería. Tomadas de una en una, y si la mirada se comprime lo suficiente como para enfocarlas bajo la especie de cuadros, las estrechas superficies encierran una pintura que quizá podría venir de alguna fuente del informalismo o de la abstracción lírica. No se ve con claridad. Y en realidad, tampoco importa. «Es lo de menos, porque en este caso la pintura es el elemento más anecdótico de todo el conjunto», advierte Plágaro.

Lo que sí cuenta es el modo en el que aquello que se ha hecho en la primera pieza -original sólo en el sentido estricto de que da origen a toda la serie- es vinculante y programático: el pintor se obliga repetir lo que inicialmente era un gesto posiblemente espontáneo con la mayor minuciosidad a lo largo del resto de sus copias (y aquí es donde verdaderamente deja de importar si ese gesto inicial era una «pifia», ni qué era en origen). De este modo, el artista copia cuidadosamente la pincelada, su forma, su densidad, su textura, hasta reventar su unidad en una seriación de piezas realizadas en formatos que -admite- «cuesta mucho trabajo llamar "cuadros"», y que luego «se pueden instalar de una manera muy diversa, pero respetando siempre ciertos mínimos acerca de la disposición de las piezas o su separación».

«Es una obra original y única, pero repetida: lo que me interesa es jugar con esa contradicción», señala Plágaro, que pone de este modo el dedo en la llaga de una de las grandes cuestiones del arte de una época bautizada a estos efectos, de modo canónico, como la «era de la reproductibilidad técnica». La originalidad -valga la expresión- de su estrategia se halla justamente en que los procedimientos de esa reproductibilidad son manuales, lo cual abre otro frente de ambigüedad no sólo respecto al producto seriado mediante su producción industrial, sino también con la repetitividad de la manufactura artesanal. Y, aún más allá, con la vieja discusión de la copia fiel como valor máximo de la pintura. Un juego de transgresiones que Plágaro, no sin humor, resume en una frase: «En realidad, lo que hago es una absoluta falta de respeto por la pintura».

Lo cual no significa que esta obra esté exenta de valores plásticos evidentes. El salto de la pintura a la instalación se plasma en juegos formales que evocan poderosamente conceptos de la música (ritmo, secuencia melódica o armonía) y que, posiblemente desde un ideal de integración de las artes, expanden también sus límites hacia otras disciplinas, como la escultura, la escenografía o incluso la arquitectura. Estas últimas aproximaciones quedan claras en el vídeo que complementa la muestra, en el que se recogen varios proyectos de lo que Plágaro llama -a pesar de su «desprecio absoluto» por la moda de escoger títulos en inglés- «Identical painting rooms»; espacios en forma de lágrima, cuadrados o incluso arcos concebidos específicamente para desplegar las series redondeando el efecto de conjunto.

«No me interesa hacer exposiciones al uso. Puesto que no hay forma de vender nada, hago exposiciones invendibles»; ironiza el pintor, para quien «el objetivo último sería, en cierto modo, dejar de pintar: ser algo parecido a un cocinero que encuentra la receta, pero para quien luego cocinan otros».