En este libro, La invención de los derechos humanos (Tusquets Editores, 2009), la historiadora y profesora norteamericana especialista en la historia de la Revolución Francesa Lynn Hunt pretende -sin llegar a conseguirlo, en mi opinión- explicar la génesis de los derechos humanos y, en coherencia con esa explicación, trazar su historia hasta hoy.

Las menciones a los «derechos humanos» o «derechos del hombre» comienzan a ser frecuentes en la segunda mitad del siglo XVIII en los medios intelectuales ilustrados, aunque sin especificar, en principio, los derechos concretos a los que aluden. Va a ser en las tres primeras declaraciones de los derechos humanos que se proclaman en el siglo ilustrado cuando aparezcan expresamente mencionados cuáles son esos derechos: la Declaración de Derechos de Virginia (1776), la Declaración de Independencia de Estados Unidos (1776) y la Declaración francesa de los Derechos del Hombre y el Ciudadano (1789).

En todas esas menciones y en las tres declaraciones los derechos humanos se consideran como naturales (inherentes a todos los hombres), iguales (los mismos para todos) y universales (validos en todas las partes). Como también se entienden esos derechos como «evidentes», esto es, que no necesitan explicación («Sostenemos como evidentes estas verdades?», escribió Jefferson en la declaración norteamericana).

En esa «evidencia» está, según Lynn Hunt, la clave del origen de los derechos humanos. Con raíces en los siglos anteriores, cristaliza ahora, en la segunda mitad del siglo XVIII, una nueva mentalidad y sensibilidad. Éstas se basan, por una parte, en un creciente reconocimiento de la autonomía personal que implica tanto un avance de la individualización como una nueva actitud ante el cuerpo. Y, por otra, en un sentimiento de empatía que presupone la convicción de que los demás piensan y sienten como nosotros. Así, pues, las prácticas culturales que se derivaron de esa nueva mentalidad terminaron finalmente convirtiéndose en «evidentes» y reconociéndose como derechos del hombre o derechos humanos, cuya salvaguarda alcanzó su dimensión política cuando aparecieron en las declaraciones de derechos.

Tal como lo plantea la historiadora norteamericana, la genealogía de los derechos humanos no es sino exclusivamente -o prioritariamente- un cambio de mentalidad, un cambio en las mentes individuales. Pero -según mi entender-, es un cambio que se realiza en el vacío, pues su origen lo deja en la oscuridad, ya que la autora no da ninguna explicación de ello, aunque sí concede una gran importancia a la difusión de esa nueva clase de mentalidad y de las prácticas culturales inherentes a ella. Sobre todo, a través de la lectura de las crónicas de torturas y de las novelas epistolares que desarrollan en los lectores los sentimientos de empatía o de la integridad del cuerpo, que, a su vez, se van a transformar en los nuevos conceptos políticos y sociales de los derechos humanos. Estamos, pues, en el polo opuesto de la crítica marxiana de los derechos humanos como ideología de la burguesía. Esto es, ante un reduccionismo psicologista de clara inspiración idealista.

La autora debe hacer verdaderos equilibrios para que su explicación de la evolución histórica de los derechos humanos sea coherente con la interpretación que presenta de su origen. Así, las explicaciones que nos propone para resolver la contradicción entre su creciente violación desde la segunda mitad del siglo XX hasta hoy y el indudable y simultáneo aumento de la mentalidad pro derechos humanos son confusas y resultan poco convincentes.

Sin embargo, desde una interpretación no idealista de la génesis de los derechos humanos, ésa y otras no serían sino falsas contradicciones. Y, desde luego, podríamos proponer medidas más adecuadas para conseguir avanzar en su cumplimiento.