En este libro se habla de la felicidad, de las relaciones personales, de cómo conocer el entorno en que nos movemos, de nuestra condición de consumidores. Y, sin embargo, no es un libro de autoayuda, aunque bien puede mover a la reflexión en estas fechas en que arrancar la última hoja del calendario alienta la ilusión de cambiar de vida. Lo que Zygmunt Bauman aborda en El arte de la vida es, en realidad, un intento de diagnóstico del momento a través del análisis de la pretensión de ser felices.

Bauman, sociólogo polaco afincado en Inglaterra, retoma aquí la mayoría de los asuntos que han centrado sus libros anteriores y que conforman su visión de lo que denomina «tiempos líquidos». El mismo término lo convierte ya en sospechoso de posmodernidad, tanto por el origen de esa denominación en la idea de licuefacción de Lyotard, apóstol de ese tiempo de la razón debilitada, como por el gusto posmoderno por las etiquetas que se abren hueco con suma facilidad en el mercado del pensamiento y calan con rapidez en el universo mediático. Entre sus críticos destacan los que le reprochan esa persistencia en la «marca líquida», que le proporciona buenos réditos públicos en ámbitos ajenos al académico. La singularidad de la «modernidad líquida», por contraposición a la «modernidad sólida», ahonda en esa condición posmoderna de Bauman. Si los tiempos sólidos se caracterizan por la fe en el progreso, la confianza en la universalidad de las certezas y la convicción de que el hombre puede cambiar la historia, los tiempos líquidos constituyen la negación de esos supuestos ilustrados. Es el momento de cuestionar nuestra progresión como especie, el relativismo y el derrumbe de las verdades y de poner en duda nuestras posibilidades de emancipación. Ante este panorama, Bauman adopta una posición ambivalente, que oscila entre la complacencia hacia algunos aspectos de esos nuevos tiempos y el estricto diagnóstico de otros rasgos de lo contemporáneo a partir de una crítica de la modernidad.

Helena Béjar -buena conocedora de la obra de este teórico, autora de Identidades inciertas: Zygmunt Bauman (editorial Herder 2007)- matiza al advertir que Bauman, más que «sociólogo posmoderno», es el «sociólogo de la posmodernidad». Aunque lo envuelve de nuevo en la sospecha al señalar que «quien lea a Bauman ha de perder el hábito de buscar consistencia o sistematicidad en sus escritos», rasgos todos muy posmodernos, pese a los cuales «su sociología es coherente».

El arte de la vida no se libra de esa condición asistemática, aunque sí establece vínculos estrechos con toda la obra anterior de este profesor de la Universidad inglesa de Leeds. La felicidad se ha transformado de aspiración ilustrada para el conjunto del género humano en deseo individual. Y en una búsqueda activa más que en una circunstancia estable, porque «si la felicidad puede ser un estado, sólo puede ser un estado de excitación espoleado por la insatisfacción». Ser feliz requiere acción, apunta Bauman, para quien «la llave de la felicidad y el antídoto contra la amargura consiste en mantener viva la esperanza de llegar a ser felices». La felicidad es así el horizonte que no se alcanza del todo, la tentativa continua que rige nuestra vida.

Contra el momento feliz conspiran las circunstancias externas. Entre las más fuertes, lo incierto del porvenir, al que Bauman atribuye buena parte de nuestro malestar: «La incertidumbre es el hábitat natural de la vida humana, si bien la esperanza de escapar a esta incertidumbre es el motor de nuestra búsqueda vital». En una sociedad de consumo los antídotos rápidos para aliviar esa inseguridad consisten en recurrir a «etiquetas, logos y tiendas» que «son los únicos remansos de seguridad... los únicos refugios de certidumbre en un mundo insultantemente incierto».

Esos «refugios de la certidumbre» sirven a la vez para construir la identidad porque, en estos tiempos, cada cual ha de hacerse a sí mismo en un proceso que «más que una tarea es una condena», sentencia Bauman. Sin embargo, «lo que antes era un proyecto para toda la vida hoy se ha convertido en un atributo del momento. Una vez diseñado, el futuro ya no es para siempre, sino que necesita ser montado y desmontado continuamente». De esta manera, «la identidad sigue siendo una preocupación constante, pero ahora se divide en una multitud de esfuerzos extremadamente cortos en el tiempo... una sucesión de impulsos de actividad repentinos y frenéticos». Así convertimos la existencia en un remedo de la de Sísifo, arrastrando la piedra que es nuestra propia identidad y con la que nunca llegamos a la cumbre. Tarea cambiante, pero nada exenta de esfuerzo, condena al fin y al cabo. Por lo cual poco importa no haber alcanzado los buenos propósitos que hayamos trazado para el año que acaba: esta medianoche habrá otros.