Que yo recuerde, desde que tengo uso de razón, siempre quise ser un gánster, comenzaba anunciándonos el protagonista de «Uno de los nuestros». Y algo de ese deseo hay alojado en nuestro subconsciente colectivo: vestir los mejores trajes, comer en excelentes restaurantes, acompañarse de mujeres imponentes, coger sin límite todo lo que nos apetezca, estar, en fin, por encima de esos pringados que madrugan cada día y van a ganarse el pan más o menos honradamente.

Si para vivir y prosperar dentro del marco legal establecido hacen falta valor e inteligencia, para hacerlo al margen conviene además hacer gala de cierta brutal contundencia y de la suficiente falta de escrúpulos. «La primera familia», como todas las buenas historias de este tipo, es una historia de astutos policías y astutos y sanguinarios delincuentes. Es una obra coral, con cientos de pequeñas biografías de hampones de primera y segunda fila, de pobres gentes cogidas con el pie cambiado, como Antonio Comito, al que llamaban «la Oveja», un impresor secuestrado junto con su compañera en 1908 por el clan Morello para falsificar billetes de dos y cinco dólares y obligado durante ocho meses a permanecer en una casa aislada en el monte; o como Mollie Callahan, la criada adolescente de Giuseppe Morello cuya irreprimible curiosidad la llevó a traspasar un día el umbral de la habitación prohibida y ver más de la cuenta. Nunca más se supo de ella.

Hay en esta historia personajes a lo Barba Azul y otros que parecen salidos de El último refugio, de El Padrino o de Al rojo vivo, y también están, aunque los coge de refilón y al final, los que apoyados por el Gobierno que en 1919 aprobó la ley Volstead, más conocida como la ley Seca, elevaron el gansterismo a envidiable negocio y modo de vida: Dutch Schultz, Lucky Luciano, Al Capone, etcétera. Pero si hubiera que elegir entre todos los personajes que pueblan esta apasionante historia, son tres los que están exhaustivamente estudiados: Giuseppe Morello, el primer capo de todos los capos en Estados Unidos; William Flynn, el tenaz director del Servicio Secreto de Nueva York que le da caza, y Joseph Petrosino, el detective de la Policía de esa ciudad que decidió plantarle cara a la mafia y al que Morello se lo hizo pagar con la vida en 1909, cuando se había trasladado a Palermo para investigar.

Mike Dash, el autor de este libro, se dedicó durante años a escarbar entre fuentes de primera mano que el resto de los investigadores sobre la mafia no habían tenido en cuenta -muy especialmente entre los informes diarios del Servicio Secreto de Flynn- y eso le da un valor a la obra del que él es muy consciente, pero además Dash posee un talento poco usual para narrar y consigue contar detalladamente la historia de la mafia norteamericana entre 1892 y 1930 encandilándonos con una prosa exacta, funcional y también hermosa. La manera en que reconstruye la Little Italy de principios del siglo XX, con las calles enlodadas, llenas de desperdicios, la falta de intimidad en las viviendas, las casas abarrotadas, sudando humedad en invierno y convertidas en auténticos hornos en verano; o el modo en que introduce en escena a Benedetto Madonia, la víctima del «asesinato del barril» -primero de la mafia con repercusión mediática en Nueva York-, cómo describe esa última noche de su vida, con la llovizna empapando la calle y el hombre disfrutando de su última cena ajeno a su inmediato y fatal destino, son detalles que expanden las fronteras del ensayo histórico meramente narrativo acercándolo en el decir a la obra de ficción. El modo de ensamblar los capítulos, introduciendo al lector en mundos que se mueven paralelamente con intereses divergentes y trayectorias convergentes, como el de Morello y el de Flynn, propone al lector un seductor viaje en el que se ve impulsado por los resortes técnicos de la novela deslizándose sobre la realidad histórica.

La mafia siciliana nació en 1860 y llegó a los Estados Unidos en la última década del siglo XIX, pero no llegó organizada, sino que fue el resultado de la emigración de algunos delincuentes que ya tenían problemas con la justicia en Sicilia y transplantan esos hábitos de la mala vita al lugar que los recibe. La primera ciudad en la que se detecta es Nueva Orleans, pero será en las calles de Nueva York donde se establezca la primera familia importante y realmente organizada en los Estados Unidos, el clan de los Morello. Giuseppe Morello (1867-1930), conocido como «Mano de Garra» por tener una deformada, seguido más tarde por sus hermanastros Nick, Vincenzo y Ciro Terranova y su cuñado Ignazio Lupo, alias «el Lobo», introduce en Manhattan a partir de 1897 los métodos de la mafia y para cuando Flynn consigue atraparlo en 1910 tiene montado un incipiente imperio que sirvió de base a sucesores como Joe Masseria -del que Morello, tras salir de la cárcel en 1920 sería consiglieri-, Salvatore Maranzano o el alumno aventajado Lucky Luciano. El poder de Morello se basaba en la extorsión, en el robo organizado, en la falsificación de moneda y otra ristra de malos hábitos que se había traído de Sicilia y fue perfeccionando en Little Italy, entre ellos el asesinato sin contemplaciones de todo el que se opusiera a sus planes o supiera más de la cuenta. Su legendaria capacidad para burlar a la Policía se basaba en el soborno y en la compleja red de lealtades tejida en torno a su persona por fieles paisanos de su Corleone natal.

Dash hace trizas el sentimiento romántico de que la mafia funciona como una especie de estado paralelo que protege a los suyos. Deja muy claro que desde el principio hay en esto fuertes contradicciones, pues por una parte se deposita la confianza en círculos muy íntimos, pero a la vez «la idea de que los mafiosos fueran una especie de benefactores, o incluso defensores de los pobres, resulta cuando menos risible, por más que fuera algo que los propios gánsteres pretendían y quizá creían. Lo cierto es que Morello y sus esbirros eran parásitos que aterrorizaban a sus compatriotas, explotaban a los débiles y traficaban con el miedo». En esta etapa la mafia afectaba exclusivamente a la población de origen italiano y no se aventuraba más allá de Little Italy y el East Harlem, pero poco a poco fue tomando la ciudad y extendiéndose por el país. Primero con las falsificaciones de billetes, luego con los monopolios del hielo, los comestibles y el carbón, más tarde con negocios inmobiliarios, el juego, la prostitución y, ya en los años veinte, con el salto de calidad que supuso la venta clandestina de alcohol, que consolidó y modernizó la mafia hasta un punto en el que se puso de manifiesto la frase del escritor Corrado Alvaro con la que Nicola Gratteri y Antonio Nicaso encabezan Hermanos de sangre, su libro sobre la Ndrangheta calabresa: «La peor desesperación de una sociedad es la duda de que vivir honradamente sea inútil».