La primera plataforma digital de venta de libros en español, «el gran desafío cultural de la era electrónica», nace en medio de una primera traca promocional. Tanta grandilocuencia se resume en lo siguiente: a partir de este verano en puntos de venta online o en las librerías tradicionales con tecnología preparada el lector podrá comprar la versión digital de la obra que quiere leer o regalar (?). Los promotores aseguran que de momento no venderán directamente al lector para no entrar en competencia y perjudicar a las librerías. Pero cerrarle al potencial cliente la posibilidad de descargar el libro que elija desde su propio ordenador sería ir en contra de la propia naturaleza de tamaño avance tecnológico. Cabe, por tanto, esperar un replanteamiento futuro.

Más. Los editores quieren preservar el libro tradicional de manera que la convivencia entre el viejo y el nuevo soporte sea feliz. El libro, sostienen, está afianzado como «artefacto cultural resistente». Tiene salud. El papel aguanta. Y si aguanta el papel, incluso en una sociedad en la que se lee poco y con tan escasa demanda bibliófila, más de uno se preguntará ¿por qué la urgencia en imponer el libro electrónico? Creo que no nos llevará mucho tiempo llegar a la respuesta: por la necesidad de vender un nuevo cacharro, otro soporte caro que habrá que renovar cada uno o dos años y que, en la práctica, sólo ofrece la ventaja de lo portátil, que en este caso consiste en poder almacenar 60.000 o 70.000 títulos y evitar los ácaros, en el supuesto de que alguien rendido a la electrónica esté dispuesto a librarse de los libros de siempre. Pero ¿quién quiere almacenar 70.000 títulos en el soporte que sea?

No nos engañemos. No existe, más allá del simple negocio, un intento de fomentar la lectura, ni de satisfacer una necesidad de los lectores por leer de manera distinta a como hasta ahora lo han venido haciendo. Parafraseando a Umberto Eco y Jean-Claude Carrière, los autores de Nadie acabará con los libros, quién desearía reemplazar la cuchara en la sopa. O ¿a quién se le ocurriría rodar sin rueda? Si, por otro lado, se tratase de promocionar la lectura hay formas mejores de hacerlo: más ediciones de bolsillo, bibliotecas escolares, fomento del libro desde la infancia, una editora nacional, etcétera. Por otra parte, al que no le atrae la lectura ningún soporte por innovador que sea le va a hacer cambiar de opinión.

El objetivo, quedamos en ello, es vender cacharros. La curiosidad por lo nuevo ofrece innegables posibilidades de vender en la próxima campaña de Navidad un número nada despreciable de aparatitos, iPad y demás cachivaches, que una vez pasada la euforia abandonaremos en un rincón como hemos hecho hasta ahora con otros trastos inútiles producto de la constante renovación tecnológica. La industria cultural nos ha servido en bandeja el ejemplo de distintos soportes para archivar música o películas que han ido caducando para dejar paso a otros, tomando como argumento las inexorables leyes del progreso en beneficio del consumo. Y con ellos hemos ido perdiendo la información que teníamos o renovándola a cambio de comprar la obra discográfica o cinematográfica que teníamos en el último formato. Más consumo, ley de vida. El vinilo se sacrificó por el negocio de los nuevos artefactos y más tarde se comercializaron hasta reconversores digitales. Ahora vuelve a despertar la pasión melómana. Con las películas, en todos los soportes habidos y por haber, ya no sabemos a qué carta quedarnos. Una de las tendencias de nuestro tiempo, como dice Carrière, es coleccionar lo que la tecnología se esfuerza por hacer pasar de moda. «Un amigo mío, un cineasta belga, conserva en su trastero dieciocho ordenadores, simplemente para poder ver trabajos antiguos. Lo que quiero decir es que no hay nada más efímero que los soportes duraderos». Con el fin de recalcar su fragilidad, Jean-Claude Carrière cita una edición en latín del finales del XV del librero parisino Jean Poitevin para recordar cómo aún podemos leer un texto impreso hace seis siglos pero no podemos ver, sin embargo, una cinta de vídeo o un CD-Rom de hace apenas unos años. A menos, claro está, como recalca el guionista y dramaturgo colaborador de Luis Buñuel, que conservemos el magnetoscopio o el ordenador de la época en el trastero.

Al libro electrónico es imposible augurarle el mismo éxito que a las maquinitas de para matar marcianos o los dispositivos para escuchar música archivada. No, porque la lectura no es algo demasiado arraigado en nuestra sociedad. Los editores comprometidos con la nueva era electrónica presentan el negocio en términos halagüeños: el ahorro en la impresión y la distribución revertirá, según ellos, en beneficio de los autores y es posible que de los clientes, si el IVA lo permite y grava igual la descarga de una obra digital que el precio del libro de toda la vida. Cosa que está por ver. Lo mismo que está por ver que los libreros tradicionales salgan beneficiados en «el gran desafío de la era cultural electrónica». Veremos.

Aunque suene a sarcasmo, larga vida al nuevo cacharro al que seguramente los lectores de libros encontraremos alguna utilidad, algún día y en algún momento. Alguna tiene que tener frente a un soporte que ha convivido con nosotros durante tiempo en las estanterías.