El gran riesgo de convertir la pintura en una forma de registro autobiográfico está en caer en lo anecdótico o en el hermetismo; en la mera ilustración de vidas que no tienen necesariamente por qué interesar al espectador, o en relatos personales que no consiguen trascender esa condición para universalizarse en experiencia compartida. Con toda su diversidad, la obra que estos días exhiben, respectivamente Mabel Álvarez Lavandera («Memoria de barcos», galería Cornión), Kíker («Magic brush», Sala de Arte Van Dyck) y Guillermo Simón («Los caminos del agua», Gema Llamazares Galería de Arte) tienen en común ese mismo origen en lo más profunda y personalmente vivido y su capacidad para esquivar los riesgos arriba descritos concediendo, en última instancia, la importancia a lo que realmente la tiene: la pintura misma, por encima de sus motivos y pretextos, como medio para establecer el contacto emocional entre la propia experiencia y la experiencia de los otros.

En el caso de Mabel (Gijón, 1951), y tal como señala en el texto para el catálogo Francisco Álvarez Velasco, esa sintonía empieza ya a producirse desde el momento en el que sus obras de esta individual se alimentan de una memoria personal que es también memoria colectiva: el del paisaje de astilleros, grúas, gigantescas proas y popas de buques aún empotrados en tierra definitivamente perdido para el «skyline» local de Gijón. La nostalgia es, pues, el tema de «Memoria de barcos», pero no es una nostalgia necesariamente triste o sombría. Todo lo contrario: los óxidos, dorados, azules y verdes de estos paisajes de una ciudad y un pasado idealizados, electrizados por una viveza, una jovialidad casi «fauve» que ni siquiera tuvieron en el momento de ser realmente vistos (aunque los ojos de entonces se lo añadieron). Es, pues, un pasado que se sigue viendo con aquella misma mirada incendiaria de la infancia: Mabel, literalmente, lo re-construye -la composición, la estructura, la geometría, dominan en una parte de esta obra- y lo revivifica mediante el color y la mancha, que añade el componente borroso y difuso de la memoria, que en pinturas como «Magmática» o «Popa» se esencializa al máximo, hasta el símbolo abstracto o el arquetipo.

El medio marino, pero esta vez en su dimensión más natural y puramente paisajística, está también presente en «Los caminos del agua», como no podía ser de otro modo tratándose de Guillermo Simón (Villaviciosa, 1968). Y, como no podía ser de otro modo tratándose de este postromántico maliayés, las pinturas que cuelga en Gema Llamazares son una etapa más en una trayectoria que se deja describir como una especie de bio-cartografía constante de su paisaje cotidiano: el de la ría de Villaviciosa. En esta ocasión, Simón -que ya ha pintado las aguas someras y los horizontes abiertos de ese fascinante entorno- remonta las aguas estuario adentro para describir justamente los «caminos» que la informe y tempestuosa agua de mar va definiendo según se aposenta en los meandros ría arriba. Junto a varios cuadros de temática genesíaca (o quizá apocalíptica) en los que mar y cielo hierven en una apoteosis de lo informe, la nueva obra de Simón se aquieta y lava su atmósfera de turbulencias, poniendo al espectador en un punto de vista más elevado y contemplativo sobre unas obras que son, más que nunca en su caso, paisaje definido y compuesto.

Finalmente, Kíker (Cabañaquinta, 1949) como también es habitual en él, utiliza la pintura para invocar en forma de todo tipo de demonios -demonios socarrones, caústicos, infantiles o deliciosamente absurdos- todas aquellas experiencias grandes y pequeñas que va acumulando en su día a día. En esta ocasión presenta en Van Dyck una obra que, no obstante, conecta con su faceta más económica y despojada, menos jocosamente barroca (aunque el juego siempre esté presente en el ojo y el pincel de Kíker). Payasos ácidos, criaturas erotizadas hasta el descoyuntamiento, imposibles matrimonios dinásticos entre los viejos reyes asturies y las nuevas princesas asturianas, pinturas en series que se deletrean y textos que se integran en la pintura... y homenajes, como siempre, efusivos y sentidos. En este caso, con un especial protagonismo de Miquel Barceló, a quien Kíker dedica una larga colección de pequeñas piezas pintadas obviamente con la organicidad nerviosa del mallorquín muy reciente en el ojo, y a quien obsequia una especie de retrato emblemático con una admirativa leyenda: «Ensimismado... Flujo fértil... Silvestre». Es, significativamente, una leyenda que Kíker podría aplicarse con toda propiedad a sí mismo.