Aunque sabemos que entre las raíces expresionistas, art nouveau y simbolistas, que tan bien se relacionan con el romanticismo nórdico de Melquíades Álvarez, se incluía de suyo una cierta memoria de madera, una nostalgia de la talla, que el artista satisfacía, o eso supongo, con sus grabados de xilografía y regusto algo japonés, por apego a las tradiciones. Aunque, por otra parte, también recuerdo haberle oído decir más de una vez a Melquíades que sentía la necesidad de dejar hablar más a la madera, lo que interpretaba como una de esas manifestaciones convencionales de los artistas cuando dicen que en su obra «tiene voz propia la materia», nunca pensé que en esta exposición iba a ofrecernos, en apuesta ciertamente arriesgada, una manifestación tan drástica y apabullante de hibridación y diálogo entre la talla y la pintura, la madera y el óleo o el acrílico.

Cuando no se espera más que algunas novedades discretas en cuestiones de texturas y calidades de superficie, es fácil que uno contemple con desconcierto al principio y luego cierta fascinación ese ejercicio extrañamente neobarroco, recargado y complejo que el artista propone y en el que se alternan acumulaciones, relieves y vacíos, superficies recortadas y pintadas, cortes, agujeros y engaños visuales que pueden inducir al espectador a meter el dedo en el cuerpo de los estorninos, como Santo Tomás. También los guiños en el juego conceptual entre la imagen y su doble, lo positivo y lo negativo, como en el caso del caballo o de la copa de árbol recortados y luego transferidos en relieve a otro lugar del plano pictórico, o en esos relieves de madera tallada, como injertos de árboles o construcciones rústicas, con premeditado primitivismo o reivindicación de lo kitsch como valor artístico, cuestión interesante, pero difícil de manejar. O, en fin, la inquietante presencia de las recortadas figuras humanas, fantasmal remedo de esos inciertos personajes del artista, como sombras en secreta afinidad con el paisaje del que parecen formar parte y emerger, ahora sin cuerpo, sólo con los perfiles de su silueta, como sucedía con aquella cabeza del amante de la hija de Butades que se iba a la guerra y el artesano de Corinto silueteó con un tizón sobre la pared y a la trémula luz de una vela, para que le quedara como recuerdo y consuelo, cosa que, por cierto, se cuenta como leyenda de unos comienzos de la pintura, cosa que nadie conoce.

Con la incorporación de nuevos elementos expresivos y vigorosas y táctiles tramas plásticas, obtiene Melquíades Álvarez muy interesantes resultados en cuanto a efectos texturales y vigor descriptivo: muda de piel su obra con mucho trabajo de talla y, como siempre, desde la excelencia del dibujo, articula el espacio como un tejido, «Celosías de invierno» titula la exposición, que tiene en la paradoja, el laberinto, la saturación y la complejidad de lo fragmentario una extrañeza de regusto exótico.

Puede que haya sido la necesidad de probar nuevos planteamientos el detonante de esta evolución tan marcada que, en cualquier caso, supone el enriquecimiento de un repertorio de formas y de una muy subjetiva poética plástica, que siempre ha sido de resonancia de una íntima relación emocional del pintor con la naturaleza, desde la nostalgia y la vivencia de lo antes contemplado y frecuentado.

Por otra parte, la elocuencia y la sensibilidad del dibujo, los valores y las armonías cromáticas y tonales, la suavidad de la pintura por llamarlo así mitigan las audacias, el estatismo o las rudezas disciplinarias posibles en las nuevas prácticas artísticas. En que el diálogo entre ambos elementos fluya con naturalidad y en la justa medida está la más interesante expectativa de esta experiencia de Melquíades Álvarez, en una exposición que puede llegar a ser especialmente significativa en su trayectoria.