Pocos poetas tan fieles a sí mismos como Eloy Sánchez Rosillo, pocos menos dados a experimentar, a jugar con el lenguaje, a buscar inéditos caminos, a dar trabajo a los especialistas. Abrimos un nuevo libro suyo y sabemos lo que nos vamos a encontrar. Para ciertos lectores, eso será un reproche. Para mí es el mayor elogio. Porque lo que nos vamos a encontrar en cada nuevo libro suyo es un puñado de poemas memorables, de los que nos emocionan y nos iluminan de la manera más directa, sin necesidad de intermediaciones críticas.

Cierto que a veces la misma fórmula, idéntico vocabulario, deja de funcionar, y entonces el poema se convierte en una anécdota, en una fábula con moraleja o en una banalidad sapiencial de libro de autoayuda.

Doy tres ejemplos de esos fracasos que, sin embargo, cumplen una función en el libro: mostrarnos que la poesía no es cuestión de fórmulas ni de habilidades retóricas, que nunca está garantizada, que más de cuarenta años de escritura poética -Sánchez Rosillo publicó su primer libro en 1978- no aseguran que el resultado final funcione.

«La crecida» describe lo que indica su título: «Tres días sucesivos de diluvio. / En el cauce del río la corriente / iba creciendo poderosa, anchísima». Abundan en el poema las frases banales (Rosillo no las teme): «Caía el agua a cántaros», «la gran crecida estaba ya llegando / a la altura del puente», «era lo nunca visto». El lector paciente espera hasta el final, que es donde muchas veces ocurre el milagro que lo ilumina todo y le da un nuevo sentido. Pero no. Había un intenso olor «a tierra removida, a barro, a cieno. / Para mí, aquel olor es lo que más hacía / que mi ciudad de pronto fuese otra». Termina el poema y no aparece el poema.

«La pesca milagrosa», escrito en esa silva arromanzada tan grata a Antonio (y a Manuel, recordemos «Castilla») Machado, recrea un pasaje evangélico y termina con una moraleja más propia de sermón rural que de poema.

Ejemplo de poemas breves próximos al aforismo un tanto manido: «Solo has vivido de verdad si tuvo / mucho que ver con el amor tu vida».

Son los menos, aunque quizá los más ilustrativos para el análisis, estos poemas en que la fórmula no funciona y Sánchez Rosillo parece un aplicado imitador de sí mismo. Y a cada uno de ellos se le puede contraponer otro en que ese «no sé qué» del que hablaba Feijoo y que caracteriza a la verdadera poesía aparece. «La crecida» contrasta, así, con «La tormenta y Patroclo»; «La pesca milagrosa», con «Viejas historias»; «Única luz que alumbra», casi con cualquiera de los otros poemas de cuatro versos del libro.

«Viejas historias» comienza con ese tono prosaico, coloquial, tan habitual en Rosillo: «Aquellos episodios de la Historia Sagrada / que de pequeño oía en el colegio / y que, en casa, más tarde, repasaba despacio / me fascinaban siempre». Todo ese lento preludio sirve para acentuar la emoción de los versos finales, con su superposición temporal tan característica del poeta: «Por los viejos caminos pedregosos / de Judea y Samaria, bajo un sol de leyenda, / o en la ribera azul del mar de Tiberíades, / los ojos de aquel niño que yo fui / se cruzan con los ojos de Jesús cuando pasa».

Sánchez Rosillo gusta de reiterar unos pocos recursos. «Junto al mar» recrea el conocido poema de Juan Ramón Jiménez «El viaje definitivo» («Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando...»). Cuando el poeta no vuelva al lugar al que vuelve todos los veranos, los jóvenes se seguirán amando «bajo la luna llena». Pero serán -y ahí está la sorpresa del poema- «los jóvenes de entonces». El fantasmal regreso del poeta a la casa en que habitaba se narra en «Mucho después de mí».

El poema «La pared» tiene una nueva versión en «Cuando miras despacio». Mirar, mirar lentamente cualquier cosa, basta para que se llene de historias y se convierta en el centro del mundo. En uno de los poemas el autor camina distraído y, al pasar «ante una frutería cochambrosa y oscura», le sorprende un cesto de manzanas: «Estaban allí juntas, apretadas, conformes, / y todas sonreían».

La luz, los colores, el milagro de la mirada («Por estos ojos salgo yo a la vida») son protagonistas en Antes del nombre: «Une entre sí la luz todas las cosas / con un hilo de oro». También el sucederse de las estaciones, el amanecer, el silencio y el canto de los pájaros. «Para escuchar el canto del jilguero / vine yo al mundo», comienza un poema que termina con estos versos: «No hay misterio más hondo que aquel pájaro / y su canto que vibra en el árbol del tiempo».

Abundan los poemas memorables en este nuevo y viejo libro de Sánchez Rosillo. El epitafio significativamente titulado con un hipocorístico, «Luci», con su «verdad que no muere / y que eterna refulge» contra todas las evidencias. O «Como el viento en la noche», en el que el poeta vuelve fantasmagóricamente a la acacia de su infancia, «perdida en el silencio de los campos», para abrazarla y darle compañía «hasta que empiece a despuntar el alba». O tantos poemas que nos dejan entrever otra realidad tras la realidad, un tiempo sin tiempo, «la rosa infinita de alegría y asombro» que se abre -eso sueña el poeta y eso nos hace creer mientras duran los versos- tras la muerte.

Un libro para todos los lectores, un libro que no busca el asombro ni la admiración de los entendidos, pero que nos seguirá emocionando, asombrando y admirando en cada lectura.