La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Moteras

Una vendedora, en una villa gallega

Siempre me gustaron las motos. Quizás sea porque mi madrina tenía una Vespa roja estupendísima y me llevaba de paquete en recorridos cortos cuando yo era pequeña. Cuando por fin tuve la edad, el dinero y a nadie que pudiera negarme el capricho, me compré una flamante motilla de 50 cc y me lancé a la aventura de ser motera (o, por lo menos, “motorera”).

En California, donde viví unos cuantos años, me habían embelesado las pandillas de conductores de Harleys que iban de crucero por las autopistas y parecían salidos de una película. Incluso me atreví a entrar en un bar de estos pandilleros y ofrecer un intercambio de camisetas: la mía con los colores de México por cualquiera de las suyas con su distintivo “hog” (jabalí). Y llevé con orgullo mi trofeo.

Pero las figuras a emular para mí no eran tipo “hog” californiano ni tipo Dani Pedrosa, sino las señoras de las aldeas cercanas al pueblo gallego donde he veraneado siempre. Ellas bajaban a la villa a vender los excedentes de sus cultivos caseros y sus vehículos eran ciclomotores. Siempre eran señoras, quizás porque se daba por sentado que su trabajo en la huerta, a pesar de surtir a la familia de comida, era lo que les tocaba a las mujeres. La remuneración en contante y sonante requería un esfuerzo extra: llevar a la plaza lo que pudiera sobrar.

Todos los jueves se las podía avistar motorizadas de camino al mercado. Iban arregladas, vestidas casi de domingo, con faldas plisadas y jerselitos de perlé con calados. Si me sé los detalles es porque la velocidad máxima a la que circulaban estas señoras no pasaba de 20 km por hora. Por supuesto, y a diferencia de los jóvenes kamikazes repartidores de pizza, llevaban el casco bien puesto (no como si fuera una mitra obispal) y sujetaban primorosamente sus faldas para no hacer un Marilyn improvisado en plena carretera. Su carga de ida delataba el objeto de su viaje: uno o varios sacos de patatas o de cebollas, judías, etc., en la parte delantera entre las piernas, y una caja con productos similares en el trasportín de sus respectivas motocicletas. Llegaban, aparcaban cerca de la plaza del pueblo, se sentaban en una banqueta plegable (Dios sabe dónde les cabría en la moto) o en la misma caja del trasportín y pasaban la mañana vendiendo lo que habían traído. Algunas abrían un paraguas protector por si llovía, por si hacía sol.

Hablo en pasado, pero la cosa sigue igual a día de hoy. Así es que con mi moto recién adquirida me convencí de que, si estas señoras eran capaces de conducir con su carga sin pestañear porque era lo que les tocaba hacer, yo no sería menos: aprendí a no caerme de la moto y a llevar “paquete” bien apretadito a mí (mi hija). Pasó algún tiempo antes de que mis amistades dejaran de llamarme “la hormiga atómica”. Hoy, veintitantos años después de mi bautismo motero, me doy cuenta de que esas señoras no solo me sirvieron de inspiración para conducir una moto, sino también para intentar llevar mis propios sacos de patatas con la misma levedad y aplomo que ellas.

Compartir el artículo

stats