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Una pandilla de ilustrados

La necesaria reimpresión de la historia intelectual “El grupo de Bloomsbury”, de Quentin Bell

En 1899, estaban activas en el campus de Cambridge numerosas asociaciones, algunas secretas, que servían a los estudiantes para organizar fiestas y dar rienda suelta a sus inquietudes intelectuales, reprimidas por la moral estricta de la sociedad victoriana. Allí coincidieron miembros de la selecta Sociedad de los Apóstoles con otros jóvenes igualmente deslumbrados por Bertrand Russell y la nueva filosofía analítica que se iba abriendo paso. Sentían una atracción especial por George E. Moore, de quien admiraban la aparente simpleza e ingenuidad de sus preguntas por el significado de las palabras. Pocos años más tarde, empezaron a verse en un domicilio particular ubicado en el barrio londinense de Bloomsbury. La frecuencia de las reuniones aumentó a medida que crecía su amistad y la relación entre ellos se hacía más íntima. Al cabo de un tiempo, dispusieron de un apartamento más en la ciudad y varias casas de campo, donde las visitas eran continuas, por cualquier motivo.

Amenizaban sus encuentros con café, whisky y pastas, y se entretenían dando paseos, jugando al ajedrez y haciendo teatro. Pero el primer objetivo de las citas semanales era sin más la conversación. Les unía tan solo el placer de hablar de todo con la máxima libertad. Su único compromiso se reducía a decir siempre, incondicionalmente, la verdad. Nada humano les resultaba ajeno y no hubo convención o idea de su época que no cuestionaran. Innovaron en el arte, la literatura, la historia, la economía y la política, pero la curiosidad y el interés que en conjunto aún suscitan se debe más que a su obra al modo como trataron de alcanzar el punto óptimo de la combinación entre las emociones y la razón en que consiste en esencia la vida humana.

El grupo de Bloomsbury no tenía estatutos, ni afiliados, ni dirigentes. Tampoco tuvo presencia pública como tal grupo. Decir qué fue es un trámite complicado. Ha sido descrito como un “fenómeno sociológico complejo”, un “subgrupo de la elite intelectual” o, en forma más poética, como “una guarida de leones”. Raymond Williams, pionero de los estudios culturales, aplicando su enfoque marxista, determinó que el grupo representaba una fracción civilizada de la clase alta inglesa, una inflexión del pensamiento liberal clásico, ya que no ofrecía una propuesta de sociedad diferente, sino un modelo a seguir de individuo amante del amor y la belleza, libre y responsable, que cada cual debe encarnar por su cuenta. Uno de ellos lo consideró fundamentalmente un grupo de amigos.

En 1920, los supervivientes de la guerra y otros infortunios crearon el Club de los Recuerdos. Ahora se reunían para leer en voz alta un texto redactado exclusivamente con el material de su memoria. Gracias a los escritos autobiográficos que publicaron podemos acercarnos a las interioridades del grupo. Quentin Bell, sobrino de Virginia Woolf, criado en una de las viviendas donde tenían lugar las célebres tertulias, advierte que en su relato hay silencios, lo que nos priva de conocer certeramente hasta dónde llevaron los de Bloomsbury su particular revolución en las costumbres y la promiscuidad sexual. Pero la decisión, comprensible, no resta un ápice de interés a su libro “El grupo de Bloomsbury”, cuya primera edición apareció hace medio siglo, que junto al publicado después por Leon Edel, el gran biógrafo de Henry James, completa la raquítica bibliografía en español sobre un grupo de brillantes y desacomplejados universitarios que dejó una profunda huella en la historia intelectual de Europa. Ambos llevaban décadas agotados, de manera que bienvenida sea esta reimpresión.

El grupo de Bloomsbury 

Quentin Bell

Taurus, 2021, 161 páginas

18 euros

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