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Semblanza de Pelayo Ortega con Gijón al fondo

El Museo Piñole recupera los bocetos de su libro con Francisco Carantoña

Semblanza de Pelayo Ortega con Gijón al fondo

El año de la edición bibliófila del libro “Semblanza de Gijón”, 1989, el pintor Pelayo Ortega se encontraba en una encrucijada vital. Residía desde 1975 en Madrid, adonde había ido para estudiar en la Escuela de Artes y Oficios y donde realizó tentativas informalistas, posminimalistas y neoexpresionistas, en consonancia con las tendencias de entonces. Pero no le satisfacían, y en 1987 celebró, en su primera individual madrileña, en la Galería Décaro, la exposición “Crepuscular”, dedicada al Mieres en el que había nacido en 1956, que suponía un cambio de rumbo y en la que surgiría por primera vez un personaje característico de su pintura, el del hombrecillo gris que camina por la calle envuelta en niebla o bajo la lluvia con paraguas, muy frecuente en su producción posterior y en el que muchos verán una suerte de autorretrato melancólico.

Madrid era entonces una ciudad todavía atractiva, que vivía los estertores de lo comenzó siendo nueva ola y acabó llamándose “Movida”, pero resultaba incómoda y demasiado precipitada para su gusto. El pintor prefería una vida más sosegada, más lenta, y, atento a esa llamada nostálgica, acabaría regresando a su tierra natal y afincándose en Gijón, la ciudad de sus veraneos y de su adolescencia. Fue una decisión valiente, a contrapelo de lo que hacían y siguen haciendo tantos jóvenes artistas, pero terminó revelándose como acertada: allí pudo llevar una existencia más auténtica, al margen de los grupos de presión, y convirtió la ciudad costera en su particular Ferrara o Bolonia, como suele escribir su buen amigo y mejor biógrafo Juan Manuel Bonet.

Para Pelayo Ortega, Gijón significó libertad, cultura y unos horizontes que no resultaron estrechos y pacatos, sino que a la larga resultarían esenciales para su desarrollo como artista. La patria chica y oscura de su memoria se tornó más amplia, blanca y luminosa y, en su condición de provinciano universal, pudo desarrollar, en su reconocible estilo entre esencialista, metafísico y existencial, una carrera de éxito que le ha llevado a exponer hasta en Nueva York.

A ese giro contribuyó decisivamente la edición del libro “Semblanza de Gijón” (1989), una joya de bibliofilia promovida por su gran amigo Amador Fernández Carnero, de la galería-librería Cornión, para la que Pelayo Ortega realizó veintiún aguafuertes, iluminados con textos en prosa del añorado escritor y periodista Francisco Carantoña, “Till”, entonces director del diario gijonés “El Comercio”.

La tirada constaba de cien ejemplares numerados del 1 al 100 firmados por sus autores y de veinte ejemplares más, no venales, igualmente firmados y numerados del I al XX. La edición era única e irrepetible y fueron inutilizados, ante notario, los fotograbados del texto y las planchas de los aguafuertes. El libro ocupa 92 páginas, en un formato de 40 por 46 centímetros, e incluye veinte aguafuertes de 40 por 40 centímetros y un aguafuerte suelto de 64 por 64 centímetros, que Pelayo Ortega grabó y estampó en el Taller Mayor 28 de Madrid. El conjunto recibió el Primer Premio Nacional de Edición del Ministerio de Cultura en 1990.

Para llevar a cabo los 21 aguafuertes, Pelayo Ortega realizó nada menos que 83 bocetos al carboncillo y la acuarela, que adquirió después el Museo Jovellanos de Gijón y de los cuales ahora se muestran 27 en el Museo Nicanor Piñole. Su exposición, aunque incompleta, es realmente interesante, pues buena parte de ellos permanecen inéditos y muestran rincones insospechados, aparte de los finalmente plasmados y por él más amados, como la Plaza Mayor, la playa de San Lorenzo, el puerto, el antiguo Instituto Jovellanos, la plaza del Parchís, el Café Dindurra, Somió o la Universidad Laboral de Cabueñes. Hechos con más soltura que las planchas definitivas, con un restregado que difumina las formas hasta hacerlas casi desaparecer, suelen estar recorridos por uno o varios paseantes, incluido ese “flâneur” con paraguas que ya se ha mencionado.

Pero, aparte de por su calidad intrínseca, los dibujos son reveladores porque se insertan intencionadamente en una cierta tradición pictórica de raigambre local. Una determinada manera de habitar la pintura, como expuso en su momento Ángel Antonio Rodríguez, que se inicia por supuesto en Evaristo Valle y Nicanor Piñole, a cuya memoria los autores dedicaron “Semblanza de Gijón” de común acuerdo, y continúa con Antonio Suárez y Joaquín Rubio Camín, renovadores en los años cincuenta y pintores de suburbios asimismo frecuentados por Pelayo Ortega. Es expresión del genio del lugar, que produce una verdadera ósmosis en sus creadores, como dice Bonet, y se refleja también en la obra de otros introspectivos geniales de la localidad como Aurelio Suárez o Armando Suárez y, ya en la generación de Ortega, de su amigo Rodolfo Pico y compañeros como Melquiades Álvarez, Reyes Díaz o Javier del Río. Tiene que ver con una agorafóbica forma de ver, pensar y sentir el mundo, una timidez o retraimiento frente a lo exterior que resulta llamativa en una ciudad con mar y abierta a Septentrión como es Gijón.

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