música

Público / no público

Un encuentro celebrado en Gijón analiza las diferentes formas de hacer más inclusivos los conciertos

Konstantin Scherbakov saluda antes de iniciar el recital que ofreció el pasado mes de junio.| Luisma Murias

Konstantin Scherbakov saluda antes de iniciar el recital que ofreció el pasado mes de junio.| Luisma Murias / J. Mallada

Cosme Marina

Cosme Marina

La Red de Organizadores de Conciertos Educativos y Sociales (ROCE) organizó a finales de noviembre en Gijón, con el impulso del Ayuntamiento de la ciudad, sus XIV encuentros que buscaron centrar la mirada en dos vectores fundamentales: por una parte el conocimiento del público habitual que acude a los conciertos y, por otra, ese otro potencial –el no público–, el que no está en los auditorios o en los teatros, por muy diferentes factores.

Durante dos jornadas, profesionales del sector debatieron en un encuentro en el que el diálogo y el intercambio propiciaron la puesta al día de diversas experiencias, una forma de confrontar ideas, de valorar lo que se está haciendo desde diferentes ámbitos con el objetivo de escuchar a ese sector que permanece ajeno a la música y ver de qué forma se puede conseguir una implicación mayor.

Hay una gran mayoría que está ausente del hecho musical más ortodoxo, el que se celebra en las salas de conciertos que es, en definitiva, el formato en el que funcionan de manera más adecuada las propuestas musicales que exigen condiciones técnicas y acústicas determinadas, necesidades que no sólo tienen que ver con los intérpretes sino que también afectan a los asistentes.

Sin embargo, ese porcentaje de la población que se supone que desconoce lo que es la música clásica no lo es tal en términos absolutos: le llega a través de los medios de comunicación social, de las redes sociales, de la publicidad. A veces son impactos de treinta segundos, otros son versiones de obras que acaban en el mundo del pop. De una u otra forma algo siempre acaba calando a modo de lluvia fina.

El problema viene del prejuicio. Muchas veces se piensa que para ir a un auditorio a escuchar a un pianista o a una orquesta sinfónica se debe vestir de determinada manera o, incluso, puede haber reticencias ante los códigos de comportamiento dentro de la sala, el momento en el que se debe aplaudir o asuntos similares. Todo ello no dejan de ser barreras sociales fruto de un sistema educativo que prácticamente ha borrado la música de su eje formativo.

De esta manera, sucesivas generaciones de analfabetos musicales campan desaforadamente en los más diversos campos. Quizá los más dañinos estén en el ámbito político y en los medios de comunicación, que, salvo excepciones como este diario y muy pocos más, han ubicado a la música patrimonial como algo marginal, fuera de la actividad cultural.

Y la política está ocasionando daños a veces irreversibles. Procesos muy delicados que ha costado décadas construir se ven, de golpe, quebrados por el capricho del cacique de turno, incapaz de entender que la defensa del patrimonio no es opcional para un cargo público. Es una obligación porque la cultura, y la música como parte esencial de la misma, es un derecho ciudadano, no una lisonja discrecional.

Con este panorama es esencial el trabajo en red de los técnicos para encontrar soluciones a un problema global que debe enfocarse en un cuidado continuo hacia el público que va a las actividades y con el celo preciso para implicar, poco a poco, a los que aún desconocen la realidad musical. Un trabajo que ha de ser inclusivo mediante acciones que permitan tener una experiencia plena. Las soluciones han de ser transversales, trabajando con los formatos, los repertorios, en una conexión que debe implicar a gestores, músicos y también al propio público, que ha de convertirse en un agente relevante de todo el proceso. Entidades como ROCE son, en este camino, básicas para buscar soluciones que, o llegan de manera conjunta o, de lo contrario, apenas tendrán resultados.

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