Radiografía de un inútil

"Valentino", nouvelle de Natalia Ginzburg, es una obra maestra de concisión y profundidad

Natalia Ginzburg.

Natalia Ginzburg. / PIM

Ricardo Menéndez Salmón

Ricardo Menéndez Salmón

La difícil sencillez de Natalia Ginzburg es uno de los más fecundos misterios de la literatura europea del pasado siglo. Historias limadas hasta el hueso, donde el equilibrio entre forma y contenido transparenta una cuestión de orden moral, una prosa destinada a dramatizar cada gesto y cada silencio, y un interés por lo cotidiano que, paradójicamente, se configura como la mejor receta contra las limitaciones de la épica costumbrista. Desde esa lógica, debe admirarse "Valentino" como una obra maestra. En su concisión, pocos textos logran tal profundidad en el análisis de lo colectivo y de lo íntimo, y menos aún otorgan al lector la sensación de hallarse ante una obra autónoma, perfecta en sus límites, en su estricta adecuación entre economía y expectativa narrativa.

"Valentino" es la radiografía de un inútil, tan parecido a uno de los vitelloni que Federico Fellini y Ennio Flaiano retrataron en la película homónima, si bien consagra su excelencia al abrir el foco de la historia a quienes rodean al protagonista. El gran hallazgo de Ginzburg es la voz narradora de Caterina, hermana de Valentino, que será quien nos guíe con su mirada en apariencia cándida a través de la peripecia del hermano, un hombre que aspira a ser médico sin apenas haber pisado la universidad, que disfruta posando en casa enfundado en un traje de esquí que nunca ha visto la nieve, y que colecciona cartas y fotografías de novias bonitas pero intrascendentes a las que, indefectiblemente, abandona tras vagos e inanes escarceos amorosos. El retrato de Valentino –mantenido, indolente, muchacho eterno– es, también, el retrato de una familia que vive sueños que no le pertenecen. Así, de fondo, al modo de un monstruo colectivo, asoma un patético grupo: un padre fracasado, una madre amargada, dos hermanas que ven cómo los sacrificios de la familia apuntan a proteger las posibilidades nunca realizadas de su hermano varón.

Y la esperanza, por descontado. Esa esperanza aplazada, siempre defraudada, que cuenta con que la vida sea distinta a como es en realidad, ese pan de los menesterosos, de los administrados, ese nunca visto maná que fía a un mañana mejor los esfuerzos de un hoy cetrino y triste. Esperanza laica, en este caso, pero esperanza al fin y al cabo, prórroga permanente en la que Caterina y los suyos se queman en la hoguera del desencanto, mientras Valentino, como un icono protegido del paso del tiempo y de sus inclemencias, engorda y se casa, tiene hijos y frecuenta una pasión homosexual, vive un verano eterno y eternamente se aburre, porque ninguna mudanza exterior –riqueza, bienestar, afecto– puede mudar su carácter primordial, que como una barricada se alza entre él y las circunstancias, y que la memorable Caterina, biógrafa acaso inconsciente y pieza sacrificada en este ajedrez sin ganadores, protegerá hasta el último instante con su férrea responsabilidad de mujer no cumplida, la misma que contempla en ese celebrativo y sin embargo desolador párrafo final al hermano todavía "tan alegre, tan libre y triunfante".

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Valentino

Natalia Ginzburg

Traducción de Andrés Barba

Acantilado, 80 páginas, 12 euros

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