Ha vuelto el rey Midas, el ser superior. Vuelve con su profeta Valdano y dos monaguillos con cíngulo y sobrepelliz (Butragueño y Pardeza). Y ha vuelto para revertir la situación, para incendiar el verano y hacer saltar la banca. Pero puede que haya sembrado el campo de minas, de cadáveres, de desaires. Y hasta de prepotencia, que es lo que le ha reprochado el imperialista Laporta y lo han secundado los escocidos, los del tripartito, ZP, algún tránsfuga, los clubes beneficiados por los traspasos -¡coño, que no vendan!-, la UEFA, la FIFA y hasta la Santa Sede -la no tan santa de los Marcinkus, Galli y Sindona- ha salido a defender a los infieles olvidándose de los cristianos. Desconocía que el fútbol fuera una ONG, que aquí no dominara la ley del más fuerte, que el Barcelona históricamente no haya roto Wall Street con la bolsa de las pelas catalanas (Di Stéfano, Kubala, Schuster, Cruyff, Alexanco, Maradona, Rivaldo, Romario, Ronaldo?). No deja de ser curioso que se cuestione más al inversor legal que al que acusan los periódicos de manipular las asambleas, alterar el precio de los traspasos, agrandar las comisiones y abrir bufete para la intermediación de futbolistas.

En un mes Florentino Pérez ha arriado la estrellada, ha destripado las televisiones, ha cambiado el norte de las exclusivas y los publicistas, ha llenado Chamartín sin jugar un solo partido y ha puesto la inquietud en medio de las cumbres del G-8 y del G-20 que le han preguntado a nuestro «ministro de deportes», culé reconocido, por el alboroto y la trapatiesta blanca. Ha comprado futbolistas, pero sobre todo imagen, áreas geográficas de influencia y mercado: Ronaldo siempre será el niño perdido del fútbol británico. Kaká encarna la imagen caudillista del mundo latinoamericano y Benzemá es el líder del panarabismo y la cabila y la imagen de las «banlieues». Y no podía tolerar que el Manchester, en manos de un sargento cucharón como Fergusson, ni el Chelsea, en las de un advenedizo al que le sobran los petrodólares pero «manca fineza», ni el Milán, que ya no cautiva al Cavalieri tanto como el Chianti de la Toscana y la almeja del Tirreno, pudieran ser la primera referencia futbolística internacional.

Florentino quiere ser el más listo de la clase o el ser superior, que en su día proclamara Butragueño en un ataque de fascinación y sonrojante peloteo, y no ha vuelto para mantener el statu quo o a esperar que escampe y pase el ciclo azulgrana. Ni a calentar la poltrona, ni a buscar la fama, el protagonismo, el rastro del dinero o las influencias que no necesita. Regresa por vergüenza torera. Su currículum no admite fracasos y renuncias y sabe que su primer mandato terminó en espantá y en desastre deportivo: tres años sin ganar un sólo título es algo que no recordaban los merengues más viejos. Regresa, por tanto, para romper las costuras del fútbol, meterlo en el show business como la multinacional del espectáculo y, en fin, para enmendarse a sí mismo, para borrar los yerros y quitar del camino las piedras en las que antes tropezó. Dejó en la LFP, aunque algunos de los gaznápiros que allí se reúnen no lo saben, a un agudo y competente vicario y a un paniaguado encantado de haberse conocido, pero Villar no le dio cuartelillo y esa asignatura y la de la UEFA las tiene pendientes.

En aquella primera aproximación entre 2000 y 2006, Florentino ignoró las lecciones del catón: lo mejor del balompié, su secreto, es la continuada revancha. Los éxitos como mercancía perecedera. El presente fugaz que se hace inmediatamente pasado. Y, al final, su carácter de juego, que nunca asegura resultados. Me pareció adivinar el pensamiento de Di Stéfano, que apoyaba cinco copas de Europa en su cachava, cuando el botellón de las presentaciones del Bernabeu.

Vale, presidente, pero luego hay que ganar en Pamplona.