Es muy difícil escribir desde la tristeza, desde la ausencia definitiva de un amigo, Juan Antonio Samaranch, que tuvo hacia mí tantos gestos de generosidad inolvidables. La historia nos enseña que no hay nada más grande en el ser humano que el valor y la firmeza para actuar de acuerdo con nuestras más profundas convicciones, como él hizo a lo largo de su vida. Con el mismo sentimiento de admiración y cariño que él sentía por Asturias, por los asturianos y por nuestra historia, quiero yo hoy recordarle en estas horas de triste despedida, para guardar en la memoria también mi admiración hacia él, mi profundo respeto y mi gratitud.

Juan Antonio Samaranch dedicó su vida -una vida, por otra parte, plena, en la que lo eterno ha triunfado sobre lo efímero- a la noble tarea de mejorar la vida de la juventud a través del deporte, que era para él una verdadera escuela para la disciplina, el sacrificio y el trabajo en equipo; una escuela en la que se debía aprender a competir con nobleza, alentando la paz y la concordia entre los pueblos. Y dedicó asimismo todos sus esfuerzos a engrandecer a España con su labor como presidente del Comité Olímpico Internacional. Sé que tenía un especial temor a dejar un solo día sin aprovechar y este sentimiento era en él un deber irrenunciable que ha justificado su paso por la vida. Era, al mismo tiempo, una persona sencilla y austera, consecuente con su vocación y su amor por el deporte, que todos los días, allá donde estuviese, practicaba.

Gran defensor e impulsor de los premios «Príncipe de Asturias», nunca olvidaré el primer día que fui a recibirlo al aeropuerto, al que llegó en un pequeño avión del COI con los aros olímpicos en el fuselaje. En aquel mismo momento nació una amistad que él me entregó y que ha perdurado hasta hoy y que está llena de momentos especiales, como los que vivimos cuando se le concedió el premio «Príncipe de Asturias» de los Deportes, en 1988. O cuando, cada año, venía a las reuniones del jurado y acudía a la ceremonia de entrega de nuestros galardones. Siempre me preguntaba, con especial curiosidad, por Asturias, por su situación general, por sus problemas. Y siempre, mirando desde la ventanilla del coche el paisaje, camino del hotel de la Reconquista, repetía: «¡Qué bonita es Asturias!». Esta frase, muy sentida, tenía tanto más valor cuanto que la decía una persona que había recorrido varias veces el mundo.

Si, como escribió Bergman, envejecer es como escalar una montaña y mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre y la vista más amplia y serena, Juan Antonio lo ha hecho con toda dignidad y con muchas ilusiones, que son las que llenan de felicidad nuestras vidas.

Por todo ello, ha sido un privilegio conocerle, disfrutar de su amistad y de su leal consejo. Al recordarle, tras tantas horas a su lado y todas las enseñanzas que me transmitió, me viene a la mente aquella frase que Don Quijote le dijo a Sancho: «Todos los contentos de esta vida pasan como sombra y sueño».