Un año más, y van dos, el Sporting hizo prácticas de medicina con el corazón de esta ciudad. Semejante MIR en el servicio de urgencias es desaconsejable para la salud del sportinguismo, de persistir el equipo en el empeño de retrasar el diagnóstico de la salvación hasta última hora, cuando apenas queda tiempo para modificar el tratamiento. Reconozcamos que la afición rojiblanca es visceral, pero no hasta el extremo de tensionar con excesiva frecuencia el movimiento de sístole. Por suerte, al menos este año no habrá que esperar al último minuto del último partido para sacar al paciente de la UCI: merecida sea una semana de relajación, de diástole. Lo agradecerá Manuel Vega-Arango, que también este año tuvo que pasar, ya ven, por el chapista cardiaco.

Los rojiblancos resolvieron el sábado por la noche la ansiada permanencia en la división de oro del fútbol español, un territorio que no le es ajeno al club y a la ciudad por merecimiento y por historia. Durante muchas jornadas, el equipo se comportó como un mecanismo rotundo y bien engrasado. Se acertó con las adquisiciones de retaguardia (Botía y Gregory), que se convirtieron en el pericardio del once titular, en la membrana fibrosa que ejerció de barrera protectora del corazón del área, donde los ataques suelen ser más dañinos. Y la llegada de Rivera, de cuya veteranía se desconfiaba, tuvo en el sistema circulatorio del juego el efecto del colesterol bueno. Mientras al centrocampista formado en la casa blanca le aguantó el fuelle y el bombeo, el equipo se mostró equilibrado; cuando Rivera se fue apagando, a partir del maléfico partido del Bernabeu, donde el árbitro y una jugada de voleibol de Van der Vart impidieron que el Sporting diera la campanada, el equipo se resintió y las piernas de los jugadores se llenaron de ácido láctico, como si la elástica roja y blanca la hubieran cosido con hormigón armado.

En el sistema circulatorio del Sporting, Rivera fue el «by pass» imaginario que comunicó la vena cava inferior del equipo, la que transporta la sangre procedente del abdomen y de las extremidades inferiores, con la cava superior, la que recibe el flujo de las extremidades superiores y de la cabeza. En ese engranaje, el menudo centrocampista, que corrió más que nadie y puso en juego cerebro y piernas, resultó crucial.

El talentoso Miguel de las Cuevas acabó siendo Miguel del Guadiana, intermitente, con apariciones estelares e invisibilidades exasperantes. Pero sus goles últimos valieron puntos de oro, como algunos de los de Diego Castro, el del asombroso «panenkazo» y otros tantos de magnífica factura, que también desapareció del mapa en el último tramo de la Liga.

El caso, y lo realmente relevante, es que se consiguió el ansiado objetivo, un hito a la vista del modesto presupuesto y en un año en que el club, con una mentalidad de ejercicio austero intachable, comenzó a recobrar la estabilidad económica, dejó de recibir las visitas del cobrador del frac, recuperó sus marcas tradicionales y ensanchó la hucha donde guarda los ahorros para la recompra de Mareo.

Para evitar taquicardias venideras y sobresaltos cardiacos, convendría un chequeo urgente de las necesidades del equipo. A la vista está que no hay gol, aunque ese ejercicio se encomendará a partir de este verano al argentino Sangoy.

Habrá que cerrar de inmediato la cesión de Botía, antes de que al central le salgan nuevas novias o decida Guardiola animarlo a crecer a la sombra de Piqué, de quien acabará siendo, antes o después, pareja de baile. Y vender para poder comprar, que es el sino de este club de primera para seguir en Primera.